Vivas las serpientes están, y con hambre mi estómago solo quiere pan.
El chico de nuestra historia se llama Camilo, es una historia como habrá muchas. A nuestro paso quizás nos encontremos con muchos niños parecidos a Camilo, pero lo misterioso de esta historia es el bello regalo que alguien les dio a su madre y a él.
Camilo habitaba en una casita de palos, caminaba todos los días cerca de las tienditas, las piedras eran pateadas por sus zapatos. Él era un niño de carita pálida y delgada, en su rostro se reflejaba ternura pero también los estragos del hambre, siempre veía jugar a los demás, le gustaba observar como dormían los perros y cómo se les inflaba la panza. Camilo seguía los olores del aire, a veces correteaba a las gallinas y en otras quería atrapar a un gato. Por las tardes le ayudaba a su madre a juntar el bejuco para trabajar. Esa era su vida cotidiana. Camilo siempre quería comer, pero su madre no podía darle alimento, con trabajo le daba algún té y algunas migas de pan. A veces cuando bien les iba, con la paga le daba frijol o pedacitos de tortilla. Debido al tiempo que su madre invertía en tejer los canastos, no siempre podía hacer las tortillas, pero Camilo se conformaba con comerse las masitas de maíz. Su andar era marcado por las circunstancias y día a día el hambre le hacia la vida muy triste. Era insoportable el dolor de panza, era imposible perseguir los sueños con tanto ruido de tripa. Al amanecer, acompañado de bostezos quería saciar su ayuno, y si no fuese por la lejanía, se habría devorado al gallo que entonaba su canto matinal.
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