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LA SONRISA DE CHESHIRE

LA SONRISA DE CHESHIRE

—¿Cómo sabes que estoy loca? —dijo Alicia.
—Tienes que estarlo —dijo el Gato— o no habrías acudido aquí.
Lewis Carroll, Alicia en el País de las Maravillas

Alicia loca,
fragmentada
y descalza
se pierde sola por la ciudad.
Las luces de neón le envían guiños silenciosos
desde escépticos edificios que han perdido su nombre,
amenazando con contar a los Tres Reyes Magos

que ella no es Alicia.

Alicia entonces tiembla, porque el invierno es frío
y el reloj es muy grande,
y las luces tan blancas
y los semáforos tan tristes
la están desvaneciendo por momentos.
Íntimamente descarnada, se pone los tacones
—que saca de la noche sin fondo de su bolso—
y sigue caminando muy deprisa para volver a casa
antes de que el amanecer despunte
y le repita aquella eterna y sola pesadilla:

que ella no es Alicia.

Una risa imposible sacude las paredes de la noche.
Alicia se estremece
y piensa que tal vez ha regresado sin saberlo a su País
y que por eso está tan sola.
De pronto no recuerda ya su punto de partida:
se detiene en el límite de una ancha rotonda
por la que ya han dejado de pasar los automóviles.

Y espera.

Alicia tiene entonces el cabello
desesperadamente oscuro
y los ojos llorosos, saltarines:
dos ojos de museo en sus mundos sin lluvia.
—¿Será verdad entonces
que yo no soy Alicia? —se pregunta en voz alta
frente al telón tan fijo de la madrugada—.
Una risa burlona resuena irremediablemente
en el rincón más hondo de su cabeza.
De manera inconsciente, Alicia mira el firmamento
y descubre, de nuevo, la familiar sonrisa
—en su cuarto creciente— flanqueada de estrellas.
—He perdido el camino
—susurra su boquita de piñón,
apretada de penas—. La sonrisa en el cielo
se perfila y responde, a través del silencio:

«Todos estamos locos».

Marina Casado, Los despertares, Ediciones de la Torre