Candela

Cuando yo conocí a Candela llevaba un abrigo de zorro un poco gastado. De las mangas anchas salían dos manos muy blancas, huesudas y largas, que movía con elegancia. Cuando hablaba, a Candela le patinaban algunas letras, especialmente las eses, lo que producía en su voz una no sé qué sensación de desgana y abandono. Candela era maestra. Trabajaba en un colegio del extrarradio al que acudía todos los días conduciendo el utilitario azul que se había comprado de segunda mano, cuando se separó de Anselmo y éste se llevó consigo el coche familiar y su seguridad.
Candela conocía a Anselmo desde que eran niños, habían nacido en el mismo pueblo. Todavía adolescentes, empezaron a tontear y la madre de Candela, viuda, empezó a soñar con esa boda que la emparentaría con una de las familias más ricas.
Anselmo fue para Candela el único amor y ésta así se lo hacía saber, en las encendidas cartas que casi a diario le escribía a Madrid, donde él preparaba oposiciones para acceder al cuerpo de funcionarios.

A Candela, en las tardes de primavera, le gustaba pasear sola por la carretera vieja. Llegaba hasta la alameda y se tendía sobre la hierba fresca y verde. Entonces, soñaba despierta, y toda la savia de su amor joven se derramaba por cada poro de su piel.
Anselmo era cazador. Presumía de ser el mejor, y Candela era la pieza más codiciada. Cuando estaba con ella, le pasaba el brazo por los hombros y la exhibía ante sus amigos como algo de su propiedad y, por ello, intocable. Un día del Corpus en que Candela estrenó un vestido blanco, a Roberto se le ocurrió piropearla. El rostro de Anselmo se endureció, sus ojos se clavaron en los de su amigo, agarró a Candela por el brazo desnudo y la arrastró hacia sí, mientras tres dedos dejaban una huella cárdena en la blanca piel de su novia. Ella interpretaba esto y otras cosas más como signo de amor.
Cuando Candela viajaba a Madrid, paseaban por el Retiro, alquilaban una barca y durante un rato navegaban por el estanque. Entonces Anselmo se quitaba la camisa, consciente de la admiración que despertaba en la muchacha, quien observaba cómo los bíceps de sus fuertes brazos se hinchaban y endurecían en cada remada. Ella le contemplaba con un rostro lleno de dulzura, ternura y admiración. Después se sentaban en una de las terrazas del parque. Sobre la mesa de hierro verde, unas botellas vacías de cerveza y los restos de un granizado de limón para calmar la sed tras el esfuerzo. Alguna paloma, confiada, picoteaba, sin prisa, las briznas de patatas fritas que estaban desperdigadas por el suelo.
Un día Candela acercó su silla a la de Anselmo y le cogió la mano. Éste giró la cabeza hacia ella y la besó.
Se casaron en primavera, una vez que Anselmo hubo aprobado las oposiciones y consiguió plaza en Madrid. Habían comprado un piso en el barrio de Aluche, donde Candela, desarraigada, sola, veía cómo la urdimbre de sus ilusiones se hacía jirones que arrastrados por el viento del tedio y la amargura se iban desprendiendo del telar de su vida. Como una Solveig urbana, pasaba el día y parte de la noche esperando a su «Peer Gynt» por el que había dejado su pueblo, su familia, sus amigos y hasta su carrera de magisterio, que con tantos sacrificios le había dado su madre.
Desde el principio, Anselmo dejó muy claro, como hombre, que no permitiría a su mujer trabajar fuera de casa, que su mujer desatendiese las tareas del hogar, que su mujer se relacionase con personas desconocidas, fuera del alcance de su control.
Durante los primeros meses de embarazo de su hijo José María, Candela lo pasó mal. Por las mañanas, durante un buen rato, se encerraba en el cuarto de baño y soportaba náuseas y fuertes arcadas que la dejaban extenuada. En el espejo veía reflejada una cara pálida, de piel casi transparente y ojos hundidos, con un rictus amargo que le fruncía los labios. Anselmo, disgustado con ese embarazo temprano, cada día le reprochaba su desgana y apatía. Poco a poco iba prescindiendo de ella en sus salidas constantes. Venía tarde y se lamentaba de encontrarla siempre pendiente de su gravidez, que poco a poco le iba deformando la figura.
Candela vivía entre el deseo y el rechazo de Anselmo. Tras una larga jornada de cacería, las manos de éste recorrían su cuerpo arrancando de sus labios gemidos de dolor más que de placer. A continuación Candela se quedaba muy quieta, con las manos cruzadas sobre el pecho, como muerta, en el ataúd del lecho matrimonial. A su lado retumbaban los ronquidos ascendentes y la respiración profunda, satisfecha de ese hombre que se había convertido en el domador de su vida.
La autoestima de Candela iba descendiendo igual que el termómetro durante el invierno, al tiempo que su enamoramiento se hizo añicos como el espejo del armario de la habitación conyugal, el día en que, tratando de esquivar el puño cerrado de Anselmo, éste se estrelló contra él. Candela se quedó en el suelo, agazapada, quieta, temblorosa. Su marido rugía por el dolor y la rabia, blandiendo en el aire el puño ensangrentado. Con terror le oyó decir que nunca volviese a esquivarlo porque se arrepentiría.
Candela se sentía cada vez más y más anulada, no tenía vida propia, nada le pertenecía, metida en una simbiosis desequilibrada en la que el autoritarismo, la egolatría y la brutalidad prevalecían sobre su frágil personalidad.
Cuando José María acababa de cumplir cinco años, nació Gerardo. El parto se complicó hasta el punto de que fue necesario practicarle una cesárea. Su estancia en la clínica se prolongó durante diez días que a Candela le parecieron maravillosos por la cantidad de personas que estaba a su cuidado. Tranquila y confiada, pudo disfrutar de su hijo quien, haciéndose un ovillito en su regazo, buscaba ciegamente el pecho donde succionar la savia de la vida.
Anselmo parecía otro. Se mostraba con ella —especialmente delante del personal sanitario— atento y cariñoso. Empujaba suavemente a José María, que, receloso, al ver a su hermano en brazos de su madre, se resistía a darle un beso. Candela pensaba que al fin se había producido el milagro, mirando en su mano la sortija, regalo recibido, junto a un gran ramo de rosas, de su esposo.
La vuelta a casa sólo significó más trabajo para Candela, agobiada por la «pelusa» de José María, aturdida por el llanto de Gerardo y acosada por la violencia, cada vez mayor, de Anselmo. Una noche, con la bolsa de hielo sobre la mejilla golpeada, sigilosamente se metió en la cama y dejó que las lágrimas rebosasen sus ojos sintiendo cómo se deslizaban hacia las orejas y la boca. El sabor a sal amarga y el nudo doloroso de la garganta le impedían dormir. Notaba el latido de su corazón en el párpado magullado y cómo un sollozo contenido le recorría el cuerpo derrotado. La idea del suicidio revoloteó sobre su cabeza y, como esas «polillas» que roen las entrañas de los geranios, se fue posando en ella, a la vez que secaba las ramas de su voluntad. Por la noche el dolor del miedo y de la angustia se convertían en fantasmas etéreos que se paseaban por las amargas estancias de su castillo interior.
Era verano, la calidez nocturna entraba por la ventana. José María había ido de acampada a la sierra con Marta y unos amigos. Gerardo estaba haciendo un curso de verano en Dublín. Anselmo llevaba unos días bastante nervioso desde que Candela le insinuó el deseo de ejercer su profesión, una vez que los chicos habían crecido y no la necesitaban tanto. Esa noche la discusión llegó a unos límites insospechados y el clímax se produjo cuando Anselmo, fuera de sí, se abalanzó sobre el frágil cuerpo de su esposa, lo cogió y lo dejó balanceándose fuera de la ventana mientras sus manos lo sujetaban solamente por las delgadas muñecas. Candela, invadida por un vértigo atroz, cerró los ojos para no ver la calle, empequeñecida y lejana por la altura de un sexto piso. Sentía cómo el hilo de su existencia se deslizaba entre las manos de ese hombre, cuyo rostro iba enrojeciendo a consecuencia del esfuerzo. Abrió los ojos, sus miradas se cruzaron y, cuando pensaba que llegaba su fin, notó cómo, después de tomar impulso y hacer una respiración ruidosa, Anselmo la izó y, como una muñeca rota, la depositó en el suelo de la habitación. Dando un portazo, salió de la casa.
Candela decidió abandonar a Anselmo. Lo arrojó de su existencia y de la de sus hijos. Emprendieron los tres una vida nueva, cuya apacibilidad se rompía por las llamadas de Anselmo cargadas de amenazas, o por su presencia sorpresiva e inquietante en la calle, en el portal, en el trabajo. Trataba de minar la fortaleza de la nueva Candela, para la que había llegado el momento de disfrutar el presente, de saborear el gusto por las cosas sencillas, de descansar…, aunque no conseguía liberarse del sentimiento de culpa y del miedo.
La boda de José María fue preparada con cuidado y sigilo. Era preciso que Anselmo no se enterase. No podía permitir que ese hombre echase a perder uno de los días más hermosos. José María ofreció el brazo a su madre y madrina. Bajaron en el ascensor al garaje, donde esperaba Gerardo, que conduciría el coche hasta la iglesia. Candela contemplaba absorta cómo edificios y transeúntes se desvanecían, atrapados por el asfalto, a medida que el vehículo iba dejándolos atrás.
Al llegar a la iglesia, Gerardo abrió la puerta y ayudó a su madre a descender del coche. Esta se alisó la falda y sonrió al notar la impaciencia del novio, pendiente del reloj. Por fin, el coche que traía a Marta y a su padre se detuvo delante del templo. José María soltó el brazo de su madre y se alejó para recibir y besar el rostro sonriente de la novia, que aparecía nimbado por una nube de tul.
Candela había quedado sola, desprotegida y deslumbrada por la blancura nupcial. Alguien se le acercó por la espalda y la besó en la nuca. Un escalofrío recorrió todo su cuerpo. Enseguida notó cómo algo, punzante y ardiente, se abría paso en su costado buscando las entrañas.
Epílogo
Yo maté a Candela. Ella fue modelada en mi mente y, como ente de ficción, cobró vida, palpitando en los retazos de su historia perfilados en estas páginas. Desde el principio tuve muy claro cual sería su final. Fui consciente de cómo esa frágil vida en mis manos podía sufrir todas las alteraciones que mi imaginación quisiese.
Podría haber elegido un final romántico como por ejemplo:
Anselmo, arrepentido y reformado, al ver a Candela tan bella, vestida de ceremonia, y a su hijo que se acercaba acompañado de la novia, suplicó delante de todos que le perdonase, y ella lo hizo. Ahora estaba segura de su arrepentimiento. Tiernamente lo besó.
Otra posibilidad habría sido un final de tragedia griega:
Anselmo, tras asesinar a sangre fría a Candela, volvió el arma contra su pecho y cayó junto al cuerpo de su esposa. Hilos de sangre procedentes de ambos cuerpos se juntaron, formando un solo charco, ante la mirada horrorizada de novios y acompañamiento.
Sin embargo el final de Candela, como en la mayoría de mujeres maltratadas, no podía ser de otra manera. Tenía que morir sola y asustada, porque la soledad y el miedo habían sido sus compañeros gran parte de su vida. Como una víctima más de ese fatum de la eufemísticamente llamada «Violencia de Género». Qué pronto con tan solo tres «jodidas» palabras se cierran, y hasta llegan a apagarse, vidas como esta. Pero sé que a ella le gustará que el ejemplo de su trayectoria vital pueda servir como guía y luz, candela que brille y sirva de homenaje a todas esas mujeres que han sido, son y serán víctimas inocentes de este tipo de violencia.

7 pensamientos en “Candela

  1. Enrique del Cerro Calderón

    Un genial retrato realista de esa violencia machista tan arraigada en nuestra cultura. Esperemos que la suerte de esta Candela prenda algo de luz en nuestras conciencias.

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  2. PATRICIA ESCRIBANO MARTÍNEZ

    Sencillamente me encanta, me conmueve y me sorprende, por su agudeza psicológica, por la empatía, que según la RAE es la identificación mental y afectiva de un sujeto con el estado de ánimo de otro, con las víctimas, muchas veces silenciosas, pero también ignoradas, de este baldón social, de esta actitud hipócrita ante un dolor tan íntimo de puertas para adentro que sigue siendo tabú. Porque al fin y al cabo es dar voz a quien ni siquiera sabe expresar su sufrimiento, no tiene fuerzas para gritar o ha perdido toda esperanza de ser escuchado y verdaderamente protegido, y sigue deambulando en la oscuridad.
    Trabajo en educación, para mi una profesión profundamente honorable, y no ha habido un solo año en el que no me haya encontrado con alguien que haya pasado o esté pasando este infierno: da igual la extracción social, el nivel cultural o económico; la educación no consiste en acumular información o conocimientos sin aplicarlos, sin compromiso alguno, y este relato educa porque es comprometido, veraz, sincero, sin pretensiones, exento de vanidad, crudo y a la vez delicado, profundamente sensible y cercano.

    Mi mayor aplauso a su autor y todo mi agradecimiento por haberme regalado esta herramienta.

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  3. JAVIER DEL CERRO

    Candela es el hilo conductor de este relato, en el que se nos muestra poéticamente cómo se enciende su luz sobre la base de sus ilusiones, admiraciones, perspectivas y aspiraciones en una situación de discriminación y supresión en potencia. Posteriormente, con una agradable amalgama de sencillez, profundidad, elegancia y realidad, el autor nos manifiesta la disminución paulatina de la llama a causa de las desilusiones y frustraciones. El proceso continúa hasta que, al fin, la ya anulada personalidad de esta «Candela» termina por consumirla.

    Un profundo análisis sobre una realidad que, constantemente avanza hacia su persistencia. Un enfoque literario de la evolución psicológica de innumerables personas, presas de esta lacra social que no entiende de clases, razas, edades… Una brillante y comprometida descripción de un fenómeno presente en no pocas familias, víctimas de la indiferencia, que tiene entre otras consecuencias – y causas- la educación en el prejuicio o la deficiencia normativa.

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  4. Xtina Rojo

    Me gusta el relato por su cruda realidad, por sus frases cortas («Candela vivía entre el deseo y el rechazo de Anselmo»…), por el uso de adjetivos, por la creación de imágenes, por elegir el nombre Candela.

    De nosotros depende cambiar la expresión «Tenía que morir sola y asustada…».Una mujer es una persona.

    Gracias por contar de manera literaria lo que pasa en la intimidad.

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  5. MDG

    Sencillo y desgarrador. Un relato realista sobre una lacra que persiste en nuestra sociedad: la violencia en seno de la familia. Una historia para despertar nuestras conciencias y para ser leída por los jóvenes. «Un granito de arena» en la lucha por la dignidad de la mujer y de la paz en el hogar.

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  6. Alicia

    Gracias al autor por este relato escrito con tanta sensibilidad sobre una lacra que venimos arrastrando desde que el mundo es mundo y que continuará si no somos capaces de atajarlo. El texto llega hasta lo más hondo. El admirable estilo, tan directo y a la vez tan sutil hace que la historia que cuenta produzca una necesidad inconmensurable de reflexionar.

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  7. Marina Conde

    Magnífico. Este es un relato emocionante, de gran realismo, que crea tensión y escrito con un estilo impecable. Cualidades todas ellas que hacen de él un maravilloso relato. El autor crea imágenes terribles y encantadoras, habla de verdades intimísimas que revelan una gran empatía con las mujeres que viven ese infierno que es estar debajo del zapato del hombre. Se crea tal cercanía que el lector se sumerge de lleno en la historia y se ve envuelto por esa realidad, lacra social que repulsa y que debemos eliminar ya. Una historia desnuda, sin pretensiones, directa al corazón de los sensibles. A mí me ha llegado al alma.
    Gracias por esta maravilla.

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