«El rompeolas»

   Se descalzó y metió los pies en la fría arena. A esas horas de la noche la playa estaba desierta y únicamente se escuchaba el rumor de las olas al llegar a la orilla. Los marroquíes ricos iban llegando en sus yates al puerto de Tánger, iluminando el agua a su paso, preparados para la fiesta que duraría hasta el amanecer.

   Volvió a sí mismo, ya confortablemente sentado sobre la arena, apoyándose en los codos, la cabeza inclinada hacia el cielo. No tenía palabras para explicar el momento mágico que significaba estar allí cada noche, a la misma hora, más o menos desde hacía un mes desde que llegó a Tánger, y haciéndolo como un rito necesario antes de irse a dormir, algo que se había instaurado desde que llegó y de lo que ahora no podía ni intentaba desprenderse. Por el día su trabajo le exigía rodearse de docenas de personas, hablar con ellos, relacionarse, fingir que le importaban, ir a lugares que a él no le apetecía. El único momento que tenía para estar solo era por la noche, y el  lugar ideal, la playa.

Sacó de sus bolsillos un poco de hasch, lo calentó, deshizo, mezcló con tabaco y lió. Lo hizo según su costumbre, como una ceremonia a la que sólo él tenía acceso, de forma exclusiva y particular. Se  había acostumbrado rápidamente a las costumbres tangerinas de fumar un poco de hierba antes de irse a dormir y a no tener que sufrir a la mañana siguiente los breves instantes de placer, como le sucedía en España con el alcohol y su inevitable resaca. La calma, el ritmo pausado, el silencio, le inundaban por completo tras la primera calada. Fumó lenta y voluptuosamente, reteniendo en sus pulmones el humo mientras sentía cómo se repartía por todo su cuerpo. Sabía de los efectos de la hierba y se dispuso a dejar que le penetraran sin poner ningún obstáculo, atrás quedó su mala experiencia la primera vez cuando intentó frenar los efectos y tuvo pánico cuando comprendió, de repente, que no era dueño de sí mismo, que no podía manejarse como quería, y luchó contra ello. Días después, Hassan le indicó que el truco consistía en dejarse llevar, en controlarlo sólo aparentemente, de forma descuidada, como si llevara  un caballo al galope  con las bridas libres pero a la vez tensas. Hasta que no comprendió esto no recayó en qué tenía la hierba para seducir a tantos marroquíes. Ahora conocía las etapas desde los prolegómenos, que comenzarían al cabo de unos minutos llegando en forma de un ligero letargo, una dulce serenidad, incomprensible e intraducible para otro que no haya fumado antes. Después se dejaría abandonar a los mil pensamientos fugaces que asaltarían su cabeza, como si ésta no hubiera pensado nunca y tuviera que recuperar el tiempo perdido. Se dejaría llevar por esa fluidez, ese ritmo constante que traía consigo la hierba y que sólo se podía encontrar en ella. Conocía los efectos y los dominaba.

Relajado y envuelto por aquella calma le parecía que la vida estaba entonces muy lejos, en otra habitación de la que por unos minutos se había escapado y a la que regresaría un poco después. Cerró los ojos unos instantes sintiéndose rodeado de acogedores almohadones que mimaban su cuerpo. Ya estaba en su mundo particular, aquel que había decorado lentamente y que le deleitaba con sus vistas. Poco importaba lo sucedido durante el día porque nadie podía privarle de esas noches embriagadoras y solitarias. Lo sucedido por la mañana le parecía tan lejano como la mañana siguiente, había conseguido salirse del ciclo del tiempo, instalándose en su pequeño oasis, reconfortándole pensar que era el único dueño de su secreto y que sería así hasta que quisiera.

Observó la playa, irreconocible para los que sólo la ven bajo la luz del sol, tan diferente, tan acogedora. Entonces vio un saliente de tierra que se adentraba en el mar, una especie de dique o rompeolas. Su forma era angosta y alargada, y desde aquella distancia parecía formado por piedras. Era  la primera vez que lo veía y le sorprendió no haber recaído antes en ello después de tantas noches observando la playa desde allí mismo. Lo achacó a que esa noche había luna llena y su radiante luz iluminaba más de lo que él podía recordar. Movido por la curiosidad desenterró sus pies, cogió sus zapatos y fue hacia allí.

A medida que se iba acercando corroboraba lo visto desde lejos. El saliente se adentraba en el mar unos doscientos metros, tendría unos tres metros de ancho y estaba formado únicamente por piedras, al parecer dispuestas azarosamente por la naturaleza. Entre ellas había a veces una separación de tan solo unos centímetros, en otras era de un metro. La utilidad de aquello se le escapaba y aunque podía vislumbrar el final de aquel camino sobre el agua no parecía haber allí nada especial, las piedras cesaban y el mar surgía a continuación. No le quedaba claro tampoco si la mano humana había construido ese pequeño camino o, contrariamente, había dejado la playa libre de arrecifes conservando ese pequeño saliente intacto.

Enfundó sus pies en los zapatos y saltó sobre la primera piedra, observando el agua serpenteando entre las separaciones. Estuvo a punto de perder el equilibrio y se ayudó de un pequeño impulso para saltar hacia la pequeña hilera de piedras más próximas. Allí estuvo unos segundos, y entonces, sin hacer un esfuerzo consciente de su parte empezó a dar pequeños saltitos de una piedra a otra, eligiendo rápidamente sobre cuál iba a saltar a continuación, eligiendo las que tenía más cercanas, con una base más amplia y en apariencia era menos resbaladiza, todo ello en apenas un segundo. De una piedra a otra, impulsado a ello por un resorte incomprensible se fue metiendo metro tras metro en el mar, sostenido por aquel camino improvisado.  En cierto momento, y tras sucesivos saltos, ya no sintió la presencia de la playa a sus espaldas, paró y se giró sobre sí mismo. Increíblemente se había alejado unos treinta metros del lugar donde había partido. Observó una pequeña ola que pasaba a su lado y la siguió con la mirada hasta que llegó a la arena y se deshizo. Le divertía la idea de estar allí, sostenido por una acumulación de piedras que emergían del agua, allí de pie rodeado por el mar.

Se volvió y observó que el final del camino quedaba aún muy lejos, con la certeza de que no había nada en el final, únicamente agua. Se sorprendió al seguir caminando sobre las piedras, lentamente, cerciorándose desde donde estaba sobre cuál era la piedra más segura para continuar. No pensaba en nada en concreto mientras lo hacía, únicamente en saltar a la siguiente piedra, en que la elección fuera breve y la más satisfactoria, en hacer un pequeño impulso que le permitiría llegar a ella, en restablecer el equilibrio una vez posado, y elegir, acto seguido la próxima, y así sucesivamente. De  una a otra, sólo eso importaba en aquel momento, en la superación del obstáculo que significaba la separación entre las piedras, sólo preocupado de hacer la elección correcta, de no resbalar. Así continuó un tiempo que no habría sabido determinar concretamente, sin mirar atrás ni adelante, sin parar, sin dudas, para él sólo existía la próxima piedra, como si nada tuviera importancia salvo aquello.

Se volvió a detener para coger aire, había incrementado el ritmo y estaba apenas sin resuello, poseído por una furia loca que le había hecho seguir instintivamente. El final estaba aún muy lejos, demasiado, aquello era divertido pero cansado, ¿a qué seguir adelante? Pensó por un momento en que si llegara a resbalar en una piedra y se golpeara en la cabeza, o bien se torciera un tobillo, le iba a resultar muy difícil llegar de nuevo a la orilla, e incluso si el golpe fuera aún peor, sería difícil que le encontraran hasta el día siguiente, incluso quizá ni eso, nadie se metería tan adentro nadando, menos aún haría la tontería que él esta haciendo, y desde la playa nadie podría verle allí tumbado sobre las rocas. Estaba corriendo riesgos estúpidos, peligros sin ninguna recompensa. Se cercioró de que aún tardaría mucho en llegar por muy rápido que fuera, además estaba seguro de que no encontraría nada interesante allí, y decidió regresar. Entonces le sorprendió lo lejos que quedaba también la orilla, casi tanto o incluso más de lo que le separaba del final. Quedó embriagado por las vistas de Tánger que se le ofrecían desde allí. La ciudad aparecía iluminada como un árbol de Navidad sostenido sobre la montaña. Estaba emocionado por aquel punto de vista desde el cual podía ver la gran mezquita erigirse sobre la ciudad.

¿Cuánto tiempo habría pasado desde que saltó a la primera piedra? No llevaba reloj y le resultaría imposible determinarlo. Se volvió de nuevo y observó el camino hasta el final. Allí parado, rodeado por el mar, como si éste lo acogiera y quisiera dirigir hacia sus entrañas, el camino parecía tener un sólo significado: estaba allí sólo para que él lo caminara, la luna estaba allí sólo para iluminarle el camino. De repente todas las dudas fueron aclaradas, toda incertidumbre despejada. El agua y el cielo eran ahora de un mismo color oscuro profundo, sólo existía aquel camino delante de sus ojos iluminado por el brillo de los rayos lunares sobre las piedras. Una pequeña brisa acarició sus oídos y le susurraban que siguiera, le incitaban a seguir un poco más, mientras era plenamente consciente de que si hacía caso y continuaba un poco más ya tendría que llegar hasta el final.

Cogió impulso y saltó temerariamente a otra piedra, volviendo a ser atrapado por la vorágine de sus pies coordinados quién sabe por qué o quién, plenamente consentidor de ello, entusiasmando en cada salto y en la elección del próximo, henchido como nunca antes había estado de vitalidad y emoción.

Y continuó su carrera loca como si estuviera poseído por una extraña fuerza ajena a él que le impulsaba hacia adelante, sentía un resorte en su espalda que le empujaba, también una cuerda imaginaria situada en su pecho que le atraía hacia el final, quizás posiblemente hacia el abismo. Pero no podía permitirse mirar hacia el final, eso era lo último que haría, su cabeza permanecía inclinada en la feroz carrera, sus ojos clavados en la próxima piedra, y mientras corría desaforadamente se comparó a un bailarín que saltaba ágil y velozmente, a un corredor de fondo que exhausto quiere abandonar la carrera y sus piernas no se lo permiten, también a una marioneta cuyo dueño le hace realizar mil cabriolas.

El final estaba próximo, podía sentirlo sin tener que mirar, la separación ahora entre las piedras era mayor pero no por ello frenó su ritmo, no por ello se planeó parar. Y una vez allí, qué. Ya lo decidiría, ya se detendría, ya ocurriría algo. Estuvo a punto de resbalar sobre una piedra, patinó un poco en el aire, hincó su rodilla en el suelo y recuperó el equilibrio, el mar rugía a su alrededor, la espuma del agua le salpicaba el rostro. Se levantó y siguió corriendo hasta que ya no hubo otra piedra sobre la que continuar el siguiente salto. De repente el mar lo había invadido todo a su alrededor, sobre la última piedra las olas se agitaban, chocaban y le estremecían. Había llegado al final, pensó, mientras trataba de recuperar el resuello, y ahora qué. Entonces se volvió y pudo ver la ciudad muy lejana, como las vistas que se obtienen desde un avión, las luces eran pequeñas luciérnagas que se encendían y apagaban. Se había alejado tanto que desde la distancia ni siquiera podía ver la torre de la gran mezquita, cuya altura siempre era un punto de referencia para los que venían de otras ciudades. Y sólo comprendió todo lo que se había distanciado de la orilla cuando observó el camino andado, que poco después tendría que convertirse de nuevo en camino desandado. Respiró profundamente y lanzó una carcajada.

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