«La pared»

He tratado de recordar cómo empezó todo. Creo que era un domingo por la mañana. O tal vez había empezado antes pero nadie lo había notado.

Entré en el salón y lo encontré cálido y confortable. Normalmente la calefacción no funcionaba hasta más tarde, cerca del mediodía. Y en invierno esa habitación, orientada al norte, solía estar fría y poco acogedora, de manera que si había algo que hacer ahí era mejor abrigarse.

Pero esa mañana la temperatura era agradable. Como si por error la calefacción hubiera estado puesta toda la noche o alguien se hubiera dejado una estufa enchufada. Hacía meses que no me sentía a gusto a esas horas, sentada en el sofá después de preparar el desayuno, aún con la taza de café en la mano.

Fue solo cuando Daniel, mi marido, apareció en el salón cuando me di cuenta de que no había dado importancia a aquella sensación inesperada, de que la había acogido con placer sin preguntarme la causa.

-Hace calor aquí -fue lo primero que dijo, aún con restos de sueño en sus ojos.

-Es cierto. Quizá han dado la calefacción temprano hoy.

Y él hizo lo que yo debería haber hecho: puso su mano sobre el radiador.

-Está helado.

-Pero tal vez estuvo encendido antes -insistí yo.

Él no parecía tan convencido. Y poco a poco la realidad se fue abriendo paso en mi cerebro. Algo extraño estaba pasando. No hacía sol. Afuera debía hacer frío. No había calefacción y el salón cada vez parecía más caliente.

Me levanté del sofá y me acerqué a Daniel que se había apoyado contra la ventana.

-Y ¿qué crees que pasa?

-No lo sé. Pero me parece raro.

Juntos nos movimos por la habitación tratando de averiguar de dónde procedía el calor.

Palpamos la ventana, de nuevo el radiador y luego las paredes.

Fue entonces cuando lo descubrí. La pared de la derecha, según se entraba desde el pasillo, estaba caliente. Incluso tuve que apartar la mano nada más rozarla para no quemarme.

-¡Está ardiendo!- grité.

El miedo me invadió. En alguna parte del edificio había fuego. Y nadie lo había notado.

Daniel pareció reaccionar y despertarse del todo.

Yo corrí a inspeccionar las demás habitaciones de nuestro piso tratando de encontrar signos del supuesto incendio. Primero nuestro dormitorio, aún con la cama sin hacer, después el baño principal, el aseo y por último la cocina.

Pero no había nada. Ni calor ni humo. Ni siquiera olía a quemado.

Tratando de controlar mi nerviosismo abrí los balcones aquí y allá, con la intención de dejar que una corriente de aire circulara por todo el piso. Sin embargo, la temperatura del salón no cambió en absoluto.

Me asomé a la ventana del dormitorio y miré a la calle y a las otras ventanas y balcones de otros pisos, arriba y abajo. Todas estaban cerradas y en la calle no había un alma. Hasta eso me sorprendió. Vivíamos en un segundo piso de un elegante edificio antiguo situado en una avenida bastante concurrida y alegre del centro de la ciudad.

Regresé al salón donde Daniel aún seguía de pie con el teléfono móvil en la mano. Parecía más sereno que yo.

-Los bomberos están de camino -dijo.

-Vamos -le urgí-, date prisa, salgamos a la calle. No podemos quedarnos aquí como si tal cosa.

-¿Has visto algo? ¿Humo?

-No, pero…

¿Qué otra cosa podíamos hacer? Incluso si no se veía el fuego aquella pared caliente era una señal. Quizá los cables eléctricos empotrados estaban ardiendo, quizá el fuego estaba en el piso de al lado y nadie se había dado cuenta…

Pero no tuvimos tiempo de salir. Los bomberos aparecieron mas rápidamente de lo que esperábamos.

Y varias horas más tarde tuvimos que aceptar sus palabras, después de que inspeccionaran cuidadosamente el piso, habitación por habitación y luego el resto del edificio. No había nada anormal.

Yo insistía. Esa pared tan caliente. ¿De dónde venía entonces ese calor? Tenía que haber alguna causa.

Daniel se impacientaba. Si todo estaba en orden era mejor que se marcharan. No había razón para seguir discutiendo.

-Yo que ustedes llamaría a un electricista  para que les revise la instalación – Habló uno de los bomberos a modo de despedida. Y entonces me pareció que contenía la risa y le oí dirigirse a uno de sus compañeros antes de volver a subir al coche. “A todos les pasa lo mismo la primera vez”, fueron sus palabras. En ese momento no entendí por qué lo decía, pero si era una broma no le encontré la gracia. No habían sido de gran ayuda en realidad. Tal vez la nuestra había sido una llamada inoportuna, inútil, en aquella mañana de domingo.

La pared comenzó a dominar nuestras vidas.

Vinieron técnicos de una compañía eléctrica, de otra de gas. Y no encontraron nada irregular. Ni siquiera parecían sentir el calor que la pared desprendía de la misma manera que nosotros. El portero del edificio nos aseguró que ningún vecino se había quejado de la temperatura. Yo me quedé con las ganas de preguntar si se había dado antes un caso semejante al nuestro.

Nadie se daba cuenta de lo que pasaba. Nosotros dos parecíamos los únicos que sufríamos ese extraordinario y misterioso fenómeno que estaba cambiando nuestras vidas. Las pocas personas con las que había hablado de ello hasta entonces -vecinos a los que no conocía ni había visto antes- se habían mostrado incrédulas, y contestaban con un tono casi de compasión.

Para mí era todo tan increíble que no me hubiera sorprendido encontrarme un día con una masa de periodistas llamando a nuestra puerta. Cámaras de televisión, cadenas de radio, todos disputándose la noticia de que en un piso de la ciudad se había producido un extraño fenómeno que nadie había logrado comprender ni averiguar su causa. Podría haber salido en uno de esos programas de ciencias ocultas que tanto éxito tienen en la audiencia. Habrían enviado incluso a un experto, a una medium, tal vez, una mujer de aspecto un poco pintoresco que asegurara que podía contactar con los espíritus. Tras ello, otras personas se habrían presentado en casa, curiosos que querían comprobar con  sus propios ojos nuestra pared, convirtiéndola en cita obligada para turistas. Finalmente habrían venido a entrevistarnos para un conocido programa de actualidad. Y nosotros entonces hubiéramos dicho que no queríamos esa clase de publicidad y preferíamos mantenerlo discretamente. Yo ya me imaginaba lo que diría frente a la cámara, con una actitud seria y tajante: “Deseamos que respeten nuestra intimidad”.

Pero nadie vino.

Entonces empecé a pensar que todo era producto de nuestra imaginación. O quizá de una enfermedad extraña que Daniel y yo padecíamos y que nos hacia sufrir alucinaciones, causando una distorsión de la realidad.

Aunque en ocasiones Daniel parecía ignorar todo el asunto, me di cuenta de que trataba de evitar quedarse en el salón durante mucho tiempo. A mí me ocurría lo mismo. Aquella pared ardiente, cuyo calor iba a más cada día, me obsesionaba y me aterraba a la vez. Parecía estar viva, palpitando y produciendo un fuego que no se veía.

Hablé de mudarnos de casa, pero Daniel, con una aparente falta de interés por las cosas que no le afectaban directamente, rechazó mi propuesta. ¿Qué sentido tenía? Tampoco era un problema tan grave. Tal vez pasaría. Era más cómodo dejar las cosas como estaban. Calefacción gratis, decía. Y era cierto que al principio de todo nos resultaba agradable -teníamos una buena temperatura en la casa sin gastar dinero-, sin embargo ahora se iba haciendo insoportable. El calor  me asfixiaba, me dejaba sin fuerzas.

Poco a poco empecé a trasladar las cosas del salón a otras partes de la casa. Primero fueron las sillas, una tras otra, luego los sofás, los jarrones que adornaban la chimenea, la lámpara de pie, la televisión. Hasta las alfombras acabaron arrinconadas en el pasillo. Sabía que me sentiría más tranquila el día en que pudiera cerrar la puerta e olvidarme de ello.

Pasadas una semanas dejamos de preguntarnos por las causas del misterioso fenómeno. Y cambiamos nuestra rutina: veíamos la televisión en la cocina o me sentaba a leer en el dormitorio. Al mismo tiempo, paulatinamente, Daniel se había ido volviendo más callado, más introvertido. Apenas hablábamos. Y yo estaba susceptible, temerosa, cada vez mas inmersa en mi propio mundo, sufriendo la angustia de no saber lo que nos estaba ocurriendo. De repente nos dimos cuenta de que ya ni siquiera salíamos de casa ni nos comunicábamos con nadie. El mundo exterior parecía haber desaparecido. Éramos dos prisioneros en nuestro propio hogar que ahora se había vuelto hostil, pero que a la vez era nuestro único refugio.

Me miraba al espejo y no me reconocía: consumida, pálida, siempre sudorosa, desaliñada. Si no hacía mucho yo era una mujer aceptablemente atractiva de treinta y pocos años, ahora había envejecido de golpe.  Y él parecía una sombra de sí mismo. El hombre que yo recordaba era guapo, joven y apasionado. Ahora solo tocarle me resultaba desagradable. Incluso me preguntaba si alguna vez volveríamos a sentirnos atraídos el uno por el otro.

En alguna ocasión la curiosidad -una curiosidad mezclada con temor, debo confesar- me hacía abrir la puerta del salón. Sólo un poquito primero, una rendija casi invisible y entonces echaba una rápida mirada al interior. La habitación, vacía de muebles, me producía una sensación extraña, como de casa deshabitada. Y el calor se notaba incluso a distancia, sin tocar la pared. Otras veces me armaba de valor y llegaba a entrar, con mucho cuidado, de puntillas, no fuera a ser que la pared se diera cuenta de mi presencia. Y me quedaba contemplándola, sintiendo su ardor en mi cara, en mis manos. En esos momentos estaba convencida de que podía ver a través de su superficie y distinguir el fuego en su interior. Así, gradualmente, me imaginaba que le iba perdiendo el miedo. Hasta me sentía optimista, pensando que un día todo volvería a ser normal.

Pero luego cerraba la puerta de golpe y volvía a mi dormitorio,  o a la cocina, o a alguna parte de la casa donde pudiera considerarme a salvo.

-¿Qué hacíamos tú y yo antes de que esto de la pared empezara?- le pregunté de sopetón a Daniel una tarde en la que habíamos pasado las horas sentados en nuestro dormitorio.

Él parecía no entender la razón de mi pregunta.

-Pues… no sé, lo de siempre. -contestó tras un momento de silencio- Tú en tu trabajo, yo en el mío…

-¿Y no te parece raro que ahora ya no hagamos nada?

Se encogió de hombros pero pude leer un miedo repentino en su mirada.

-¿A qué te refieres?

-A cuándo comenzó todo. Hoy he estado recordando algo: que tú y yo habíamos salido a una fiesta a casa de uno de nuestros amigos…, no, espera, de alguien de tu empresa. Recuerdo las luces, la música…

-Ahora que lo dices yo también lo recuerdo. Y que volvíamos en coche. Era ya de madrugada.

-Llovía  mucho.

Un torrente de palabras nos venían a la vez a la cabeza, casi sin pensar.

-El coche patinó en una curva. Hubo mucho ruido, un ruido tan fuerte e insoportable como una explosión.

-Luego se oyeron sirenas. Y voces.

-Las voces fueron después, en la ambulancia.

-Y ¿luego?

-Volvimos a casa. O eso parece

Me detuve. Le cogí la mano. ¿Por qué me fallaba la memoria? Hice un esfuerzo pero no conseguí seguir recordando. Mi mente se empeñaba en quedarse en blanco.

Ni siquiera sabíamos cuánto tiempo había pasado desde el accidente. Si habíamos estado en el hospital, si habíamos tenido una larga convalecencia. Supuse que habíamos estado de baja en el trabajo hasta que nos recuperamos completamente.

Pero nada de esto explicaba el suceso insólito que había invadido nuestras vidas.

Entonces, repentinamente, encontré  una respuesta que aunque disparatada, me parecía la única posible.

No era nuestra imaginación, ni una enfermedad desconocida y extraña ni los efectos que un grave accidente  hubiera podido dejar en nuestros cerebros. Lo que habíamos vivido en las últimas semanas  no tenía nada que ver con lo que nosotros creíamos que era. Aunque todo nos parecía lo mismo, estábamos equivocados. Algo había ocurrido entre entonces y ahora. Algo que lo había cambiado todo.

Esa misma noche me desperté sobresaltada. Daniel dormía plácidamente a mi lado pero yo no podía recuperar el sueño. La sensación de calor era agobiante. Mi cuerpo estaba empapado de sudor.

Me levanté a beber un vaso de agua en la cocina y al volver al dormitorio fui consciente de cuánto había subido la temperatura. Era como estar en pleno verano.

Y cuando me deslizaba entre la cama y la pared para ocupar mi sitio al lado de Daniel me di cuenta de que esa pared también ardía.

Rápidamente desperté a Daniel.

-¿Qué pasa ahora? -fue lo que preguntó con un tono que quería decir «déjame en paz».

-¿Cómo crees que es el Infierno?

-No sé de qué estás hablando.

-El Infierno. Decían que era un lugar a donde iban las almas de los condenados. Un lugar de negros demonios y fuego eterno. He visto imágenes en cuadros, en las vidrieras de alguna iglesia…

Daniel se incorporó en la cama.

-¿A qué viene todo esto? ¿Has tenido una pesadilla?

No. No había tenido una pesadilla. Simplemente estaba reflexionando, dándome cuenta poco a poco de algo que Daniel todavía no había comprendido.

-El Infierno puede ser algo que nos resulta familiar, como nuestra propia casa, por ejemplo, pero esa no es más que una ilusión, engañosa, irreal. Un autor francés dijo una vez que el Infierno eran los Otros, sin embargo, yo creo que puede presentarse de otras formas: no poder controlar lo que te ocurre ni poder cambiarlo o  salir de una situación que te domina por más que lo deseas. O la falta de esperanza…

Daniel seguía perplejo. Pero aunque mis palabras no le convencieran por ahora, tarde o temprano tendría que admitir que estábamos solos en esto. Nadie podía ayudarnos. Un día habría otra pared. Y luego otra. Y otra. Ese fuego, fuera real o no, estaba destinado únicamente a nosotros dos.

Entonces noté que tenía mucha sed.  Me levanté otra vez y fui a la cocina a beber otro vaso de agua.

17 pensamientos en “«La pared»

  1. Alejandro

    Desde la primera frase el lector se siente atrapado, obligado a leer hasta el final. La forma es bella, el control de la emocion impecable. El lenguaje es sencillo, pero los sucesos que se narran son inquietantes, incluso atemorizadores. Lo que empieza como un monotono dia corriente se convierte, muy muy gradualmente en una terorifica pesadilla.

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  2. Ana

    Prosa clara, precisa, sin adornos innecesarios, pero de la que vuelves a leer el mimo párrafo, para saborearlo mejor.
    Y el final… te recuerda a algo, lo identificas con algo y esa es la razón por la que leemos.

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  3. Irene Peña Herranz

    No podía dejar de leer hasta poder descubrir qué escondía aquello tan inquietante, un final inesperado, muy bien mantenida la tensión hasta el desenlace. Es una narración con estilo sencillo pero muy absorbente, logra el objetivo que persigue, envolver al lector en la historia. Mis enhorabuenas al autor. Un saludo.

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    1. Pilar Herranz

      Es una historia muy original e interesante, la verdad es que mientras lo leia no me imaginaba hacia donde me llevaba. El final es impactante.

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  4. IsaConde

    Excelente historia de desasosiego, tan bien construida, que te atrapa y no te permite dejarla hasta conocer el desenlace. Muy bien llevada la gradación del miedo, envuelta en un lenguaje sencillo, y un planteamiento que es eficaz sin necesidad de ser rebuscado.
    Como otros lectores han escrito: da gana de leer más como ella.

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  5. Lois Jones

    Una sensación creciente de perder control de una vida familiar y segura. Los placeres cotidianos se convierten en una pesadilla de que no hay salida. Una vez empezado, no se puede dejar de leer este cuento. Resulta muy eficaz por el uso de lenguaje sencillo. El ambiente creado por la autora invita al lector entrar en el mismo piso y vivir el infierno. Estupendo. Felicidades.

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  6. Luis María

    Magnífico y cortazariano relato. Me encanta ese tono de perplejidad y desconcierto en la protagonista ante la angustiosa e inevitable (i)realidad. Mi más sincera enhorabuena

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