«Recapitulación»

La lluvia azotaba los cristales del tren, pero no era un impedimento para aquella máquina. Sí para mí un cuarto de hora más tarde, cuando llegó a su destino, Florencia. Me dirigí cabizbaja hacia el hotel, con el paraguas rojo de mi madre en la mano izquierda y la bolsa de viaje en la mano diestra. Llegué diez minutos después. El camino de piedra que dirigía al vestíbulo permitió que  descansará los brazos y mirara tranquilamente una de las calle de aquella misteriosa ciudad que se había cruzado en mi destino.

Una vez corroborada mi reserva, la joven recepcionista me entregó la llave de mi habitación acompañada por un ovalado llavero que informaba del número exacto: la 311. Después me informó sobre los horarios del hotel. No habían cambiado las costumbres respecto a otros. La habitación era acogedora, justo lo que necesitaba para descansar de aquel largo  y húmedo viaje. Desde que había partido de Nápoles no había cesado de llover. Una ducha rápida y una taza de café me ayudaron a afrontar aquella noche. Eran las nueve, pero no sabía cuánto tardaría. Me dispuse a escribir en mi antiguo cuaderno de cuero.

A la mañana siguiente me desperté con él entre mis piernas y con un terrible dolor de cuello. No recomendaré el mimbre para dormir a nadie, pensé. Tras unos estiramientos y otra taza de café me sentí mejor, pero no menos preocupada. No había llegado nadie aquella noche. Tampoco ningún mensaje o carta había a la vista. Decidí terminar de arreglarme con aquel liso vestido negro que había crecido conmigo. Quería estar presentable para su llegada. Continué esperando tres horas más en la habitación, esperando que en cualquier momento sonara la puerta bien con un mensaje o con su presencia. No sabía qué hacer. Había desayunado, descansado del viaje, había imaginado e idealizado el momento de su llegada y me había terminado el libro que leía. Esta última razón fue la que me impulsó a buscar una biblioteca o librería en la ciudad para que pudiera volverme a entretener durante unas horas. Escogería un libro grueso, fue mi conclusión. Así fue como fui a conocer la ciudad, avisando previamente a la recepcionista que si preguntaban por mi o la habitación 311 contestara que como muy tarde llegaría a las cinco.

El día era radiante. La lluvia había cesado y andar por los empedrados de aquella artística ciudad era un masaje histórico para los pies. El sol se reflejaba en aquellos mármoles blancos y verdes a los que escucharía durante horas mientras contaran el relato de su vida. Quedarse petrificado observando aquellos monumentos era inevitable. Su situación, su grandeza, su historia enamoraba la vista de todos los transeúntes de aquella ciudad. Sus acogedoras plazas me hacían sonreír. Me producía añoranza cuando veía a familias, grupos de amigos o parejas sentados bajo las sombrillas tomando un helado italiano o un verdadero cappucchino. Tuve que cruzar varias de estas plazas para llegar a la librería que un señor italiano me había recomendado cuando le pare frente al Duomo interrumpiéndole su tranquila mañana. En un cartel de madera se podía leer La biblioteca de Dante. La doble puerta que daba paso al interior no era muy grande, todo lo contrario al espacioso local que se había minimizado por las columnas de libros que encontrabas a tu paso. Me sorprendió que la mayoría de ellas nacieran del suelo a pesar de la gran cantidad de estanterías paralelas que cruzaban la alargada estancia. Dejé el pequeño mostrador a mi izquierda, donde una enjuta mujer con unas finas gafas sobre la punta de su nariz leía un libro arropada por otras dos columnas, pero esta vez eran de amarillentos papeles.

Comencé mi exploración por el pasillo central. A partir de ahí, me perdí en aquel laberinto de historias. No tenía ninguna estructura u orden. Se podía encontrar cualquier tipo de libro en cualquier rincón. ¡Era sorprendente! Libros de medicina tradicional, sobre textos de la Antigüedad, biografías de autores de los sitios más remotos o novelas de ficción de lo más desconocidas fueron algunas de las obras que pude observar. La indecisión paseaba por mi cabeza haciéndome ir de un lado para otro de la librería dejando un libro y cogiendo otro a los dos minutos. Pero un pequeño libro granate, sin ningún tipo de título o portada llamó mi atención. Estaba arrojado en el suelo, bocabajo, abierto por la mitad. Un leve empujón hubiera hecho que se metiera bajo la estantería. Lo recogí  indicando con el dedo la página por la que estaba abierto. “La luna oscura de la noche de su muerte parecía dibujar una maléfica sonrisa en su transparente faz. El joven jinete partió dejando atrás el yacente cuerpo. Prefirió no mirar por última vez aquel rostro que una vez conoció sonrosado y alegre y que ahora parecía reflejar la blancura nívea. Se encaminaría a la ciudad más cercana donde…” Aquellas palabras hicieron que una lágrima recorriera mis mejillas. Sin más dubitaciones lo cerré e intenté buscar el mostrador.

-300 liras -afirmó la mujer.

Extendí el dinero sobre la vieja y roída mesa.

-Espero que lo disfrute –añadió, con una mirada por encima de aquellas gafas acompañada de una sonrisa que me produjo un escalofrío.

-Gracias -respondí mientras pensaba si habría hecho la compra correcta.

Dejé que mis pasos y los numerosos grupos de personas que transitaban las calles me llevaran por las calles florentinas. Las pequeñas tiendas familiares, los puestos de las calles, las risas y alborotos de los niños, las riñas de los mayores me hicieron recordar, consiguieron que por primera vez en mucho tiempo sintiera una ola de paz que tanto necesitaba y ansiaba. Este nuevo espíritu hizo que  observara con mayor detenimiento y detalle todos los obstáculos que se cruzaban por mi camino: los vivos colores, las penetrantes miradas de las estatuas que ornamentaban los monumentos, el detallismo de estos últimos, la gran cantidad de flores de lis que identificaban la ciudad y sus distintas representaciones,…

Fue así como llegué al Puente Vecchio. Aquella arquitectura me hizo pensar sobre las diferencias de la ciudad. La grandeza de los edificios religiosos, hechos para ser admirados, como obras de arte. Sin embargo, aquel puente que sería construido por una necesidad, la de cruzar el río, sorprendía y emocionaba de igual manera a pesar de su austeridad.

Me senté en un pequeño trozo de piedra que sobresalía a modo de banco. Saqué el libro que acababa de comprar y comencé a leer. Las consecutivas letras encadenabas me cautivaron. La fina prosa, el cuidado léxico, las estudiadas metáforas,… hacían aquel simple argumento medieval, extraordinario. Fueron mis cansados ojos los que avisaron de lo tarde que era. El sol teñía naranja las corrientes del Arno. Cerré el libro doblando la esquina superior y emprendí rumbo al hotel con paso presto. Seguro que alargué la distancia, pero el nerviosismo y la preocupación habían regresado tan de repente como esta mañana había conseguido liberarme de ellos. Cuando llegué al hotel, miré la hora. Un antiguo reloj de pie marcaba las siete y doce mientras su incansable péndulo avisaba del siguiente minuto, segundo. Acto seguido me dirigí al mostrador. Esta vez un señor mayor lo presidía. Estaba informado de mi recado y me comunicó que nadie había preguntado por mí.

– ¿Está usted seguro? –insistí.

-Sí –respondió con fuerte acento italiano- y puedo corroborárselo con mis compañeros.

-No, no hace falta-recapitulé dándome la vuelta cabizbaja para ir a mi habitación.

-Si necesita cualquier otra ayuda, per favore, háganoslo saber en cualquier momento. Y si recibimos un aviso, se lo diremos tan presto posible.

Contesté con un ligero movimiento de cabeza y esbozando una sonrisa. Sé que debí dar las gracias, pero no conseguí ninguna fuerza para ello.

La habitación me esperaba pulcra y brillante, como la había encontrado la noche de mi llegada. Ahora volvía a llegar. Y en la misma situación. Aquello me deprimía. Me quitaba las fuerzas y las esperanzas para cualquier otro movimiento o cualquier otra intención que pudiera producirse en mi entorno. Me dejé caer pesada sobre los mullidos almohadones de la cama. Tras derramar unas lágrimas que hicieron volver a controlar mi respiración, me quedé plácidamente dormida.

Eso de despertarme con un libro al lado se estaba convirtiendo en una costumbre. Me quedé mirándolo por unos minutos. Después me di media vuelta en la cama y continué la lectura que había dejado ayer apresuradamente. Cuando empezó a molestarme el sol en la cara, cogí mi ropa y me duché llenando toda la habitación de vapor. Después me tomé un té y baje a recepción con pocas esperanzas a preguntar de nuevo si había llegado algún aviso o noticia. La cabeza de la señorita volvió a girar de un lado para otro. Salí del hotel, giré a la derecha y me senté en un banco de piedra. Debía reflexionar sobre la situación. No había recibido ningún tipo de señal y ya habían pasado dos días esperando. Por un lado estaba preocupada, pero por otro pensaba que no había ocurrido nada y tendría una razón para aquel retraso. Posteriormente recapacité que la segunda opción era una forma de evitar un ataque de pánico. La conclusión de aquella charla conmigo misma fue de esperar un día más. Si no recibía ninguna carta o no aparecía, volvería a Nápoles.

Por si acaso era mi último día en Florencia, volví a recorrer la ciudad dejando que el destino me guiase. Era encantador pasear por aquella ciudad, con las manos metidas en la sudadera vaquera y el sol primaveral reluciendo en la cara. Una vista general de la ciudad merecería la pena, por lo que seguí, manteniendo la distancia, a un reducido grupo de turistas que, por lo que pude identificar de sus conversaciones y aspecto, debían ser ingleses. Desde el puente Vecchio, donde había dejado mi vista de la ciudad el día anterior, subimos por una pronunciada cuesta. Tardamos unos veinte minutos en llegar a la plaza. Allí, me alejé del grupo y contemplé la panorámica de la ciudad. Parecía todavía más bella observándola todo en su conjunto. Comencé a leer de nuevo aquel dulce libro que, con cada palabra que avanzaba, me tenía más cautivada. Pasé allí el resto de la tarde. Serían alrededor de las siete cuando comencé a bajar la cuesta para dirigirme al hotel mientras comía un delicioso trozo de pizza de espinacas. ¡Nunca olvidaré ese sabor florentino! Alargué el camino, decidí no tener prisa aquella tarde. El agobio sería más grande encerrada en la habitación o en el hall del hotel. Al menos, con el aire fresco, olvidaba la situación durante unos pocos minutos.

Llegué al hotel. Con una sola mirada el recepcionista me entendió. Esbozó una pequeña triste sonrisa  que transmitía un obvio “lo siento”. Subí las escaleras hacia mi habitación sin decir una palabra. El reloj señaló las nueve. Me duché de nuevo. La angustia, la desesperación, la impotencia corría por todo mi cuerpo. No sabía qué hacer. Para evitar que me diera cualquier impulso raro, me puse a leer los dos últimos capítulos que me quedaban del libro.

La mañana siguiente amaneció nublada. Unos débiles rayos de sol combatían contra las nubes inútilmente. Hice la maleta, desayuné otra taza de té, acompañada de un croissant esta vez y, sin dubitaciones, salí de la habitación con rumbo a la estación, a la que nunca llegaría.

-¿Cuánto le debo?-pregunté sin rodeos.

-Ahora mismo se lo digo. Mientras puede entretenerse leyendo esto- respondió extendiendo un cuadrado sobre amarillento sobre el mostrador. Levanté la cabeza sin poder evitar una sonrisa. Dejé a la recepcionista que hiciera las cuentas mientras me senté rodeada de mi equipaje en una pequeña butaca. Tras encender la lámpara que había detrás de mí con un pequeño pisotón en el interruptor que había en el suelo comencé a leer.

21 Marzo, 1970

Querida Charlotte,

Siento mi retraso y ausencia. Espero que la carta llegue lo antes posible. El cálculo del retraso será tarea fácil para una matemática como tú .Yo estimo, por los conocimiento que adquirí de ti, unos tres días.

No sé por dónde comenzar. Sabes lo difíciles que son para mí estas cosas y más por carta. Pero soy consciente de que debo hacerlo. Por lo tanto comenzaré por el principio.

No llegué a coger el tren en el que tenía reservado mi asiento desde hace una semana. La razón, en esta ocasión, no fue el exceso de trabajo que encontré en mi ya antigua oficina berlinesa. Fue la elección de mi futuro. Como he dicho, ya no estoy en Berlín. Tú sabes que tampoco estoy en Florencia y, cuando termines de leer esta carta, sabrás que nunca estaré allí. He descubierto un nuevo sitio que me ha llenado de verdad. Pienso pasar el resto de mi vida aquí. No quiero decírtelo porque quiero comenzar de nuevo. Sabes lo mal que lo pasé desde que dejamos la universidad en París y nos separamos: tú en Nápoles, yo en Berlín.

Sólo quiero dejar transparente que tú no eres la razón de nada. Tampoco la culpable. Es difícil para mí volver a verte después de tanto tiempo. Es doloroso. Tampoco escondo ningún otro tipo de excusa como una nueva chica que será inevitable que pienses.

No quiero alargar más este mal momento. Sólo pido que no sufras y, sobretodo que no te culpes.

Te deseo lo mejor en la vida.

Hasta nunca,

Jules.

Fue curioso que aquellas palabras no me produjeran dolor, ni ganas de llorar, ni de arrojarme por ninguno de los puentes que había cruzado por Florencia. Más bien me produjeron alivio. Un alivio como el sentido aquel día por la ciudad italiana, pero esta vez definitivo, perpetuo. Aquella carta apoyada sobre el libro rojo me recordaron para lo que había nacido: la investigación y el cálculo. Me hicieron recapacitar también sobre un futuro totalmente distinto, sobre la fría forma de actuar de aquel caballero del libro rojo que, verdaderamente amando a su dama, continúa siguiendo al destino sin poder volver a mirarla, olerla, acariciarla. Tomé la decisión de no contestarle. Solo cumplí su deseo.

-Son 598 000 liras-me informó la muchacha cuando volví al mostrador tras romper la carta y tirarla a la papelera más cercana.

-No, me quedaré unos días más. Ahora tengo una tarea, ¿podría ayudarme? ¿Qué zona me recomienda para vivir en Florencia? ¿Conoce algún instituto científico por la zona?

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