Se descalzó y metió los pies en la fría arena. A esas horas de la noche la playa estaba desierta y únicamente se escuchaba el rumor de las olas al llegar a la orilla. Los marroquíes ricos iban llegando en sus yates al puerto de Tánger, iluminando el agua a su paso, preparados para la fiesta que duraría hasta el amanecer.
Volvió a sí mismo, ya confortablemente sentado sobre la arena, apoyándose en los codos, la cabeza inclinada hacia el cielo. No tenía palabras para explicar el momento mágico que significaba estar allí cada noche, a la misma hora, más o menos desde hacía un mes desde que llegó a Tánger, y haciéndolo como un rito necesario antes de irse a dormir, algo que se había instaurado desde que llegó y de lo que ahora no podía ni intentaba desprenderse. Por el día su trabajo le exigía rodearse de docenas de personas, hablar con ellos, relacionarse, fingir que le importaban, ir a lugares que a él no le apetecía. El único momento que tenía para estar solo era por la noche, y el lugar ideal, la playa. Sigue leyendo