Archivo de la etiqueta: II Concurso Internacional de Cuentos Breves

Depósito de nombres

El movimiento ascendente era lento, y el ligero traqueteo que acompañaba al ascensor meneaba grácilmente las coletas de la pequeña. Su mano, estaba asida a la de un hombre templado, con gabardina color crudo y un fedora marrón.
—Ya llegamos ¿verdad? —la niña sonreía nerviosa, y al hacerlo, dejaba al descubierto el lugar dónde hacía poco habían estado sus paletas.
—Sí, aquí es.
El hombre abrió la puerta del ascensor con una mano y dejó salir a la pequeña primero. Al acercarse a la recepción sus pasos chirriaban sobre el suelo encerado. Una mujer de pelo cano dejó balancear sobre su cadenita de plata unas gafas puntiagudas para la vista cansada.

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El reflejo del agua

Sentado en el marco de la puerta del balcón, Álvaro miraba las baldosas rojas. Últimamente padecía insomnio y no tenía sentido echarle le culpa a Laura. Cuando rompieron, y de eso hacía ya casi tres años, no le había dolido, sino más bien al revés.
Se habían despedido con un beso en la boca, como de costumbre, quizás algo más brusco de lo habitual, también algo más intenso, un beso que Álvaro había guardado en los labios durante varios días, quizá varias semanas. Luego los labios habían recuperado su forma y ahora, contemplando las baldosas sentado, le resultaba difícil revivirlo. Su madre había quitado las macetas porque decía que le quitaban demasiado tiempo y la barandilla, limpia, parecía encerrar entre rejas a las casas vecinas. Pensaba que el aire fresco de la noche le ayudaría a recrear la atmósfera y así podría evocar -o convocar- la humedad blanda de su boca, el roce de su piel, su mirada evasiva. Creía que si lograba asir aquel instante sería luego capaz de recordar la forma de su cuerpo, sus gemidos, las rodillas saltando como resortes, la tensión de sus piernas. Y así, paso a paso, pensaba que podría recuperar aquella esfera perfecta de amor y deseo.

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Berlín

Farah Hoffmann miró a través de los visillos de la ventana.. Qué duramente amanecía en Berlín en los últimos años. Hacía tantos días que no veía a Florian, y tantas semanas que se llevaron a sus padres por el camino de la Hauptbahnhof hacia un destino desconocido, que su depósito de lágrimas estaba seco…

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«La echadora de cartas»

 – ¿Llevas mucho esperando? –era Cari quien había hablado, pero antes de esperar la respuesta ya se había contestado ella misma-.  Veo que no, porque tienes el vaso casi lleno.

Se quitó el abrigo y los guantes y, antes de sentarse, colocó ambas prendas con cuidado sobre una silla vacía. Acomodada,  buscó al camarero que en ese momento ya se dirigía a la mesa.

– Whisky con agua, pero el agua me la sirvo yo –dijo Cari con autoridad y sin mirar al camarero, al tiempo que le hacía un gesto cómplice a su amiga de No vaya a ser que agüéis la copa. Sigue leyendo

«El rompeolas»

   Se descalzó y metió los pies en la fría arena. A esas horas de la noche la playa estaba desierta y únicamente se escuchaba el rumor de las olas al llegar a la orilla. Los marroquíes ricos iban llegando en sus yates al puerto de Tánger, iluminando el agua a su paso, preparados para la fiesta que duraría hasta el amanecer.

   Volvió a sí mismo, ya confortablemente sentado sobre la arena, apoyándose en los codos, la cabeza inclinada hacia el cielo. No tenía palabras para explicar el momento mágico que significaba estar allí cada noche, a la misma hora, más o menos desde hacía un mes desde que llegó a Tánger, y haciéndolo como un rito necesario antes de irse a dormir, algo que se había instaurado desde que llegó y de lo que ahora no podía ni intentaba desprenderse. Por el día su trabajo le exigía rodearse de docenas de personas, hablar con ellos, relacionarse, fingir que le importaban, ir a lugares que a él no le apetecía. El único momento que tenía para estar solo era por la noche, y el  lugar ideal, la playa. Sigue leyendo

«Recapitulación»

La lluvia azotaba los cristales del tren, pero no era un impedimento para aquella máquina. Sí para mí un cuarto de hora más tarde, cuando llegó a su destino, Florencia. Me dirigí cabizbaja hacia el hotel, con el paraguas rojo de mi madre en la mano izquierda y la bolsa de viaje en la mano diestra. Llegué diez minutos después. El camino de piedra que dirigía al vestíbulo permitió que  descansará los brazos y mirara tranquilamente una de las calle de aquella misteriosa ciudad que se había cruzado en mi destino.

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