Farah Hoffmann miró a través de los visillos de la ventana.. Qué duramente amanecía en Berlín en los últimos años. Hacía tantos días que no veía a Florian, y tantas semanas que se llevaron a sus padres por el camino de la Hauptbahnhof hacia un destino desconocido, que su depósito de lágrimas estaba seco…
Farah había escapado tres veces por los pelos a las llamadas de los nazis a su puerta. La primera estaba trabajando en el taller, y se demoró con la máquina de coser casi una hora. Cuando llegó a casa, encontró a su padre mesándose el cabello, con las gafas sobre la mesa y la desesperación en el rostro. Su madre, sentada enfrente, lo miraba destrozada también. Se habían presentado media hora antes, en el zaguán, tres jóvenes del partido en el poder para hacerles saber que acababan de prohibir a los judíos desempeñar profesiones liberales. Matthias, su padre, ejercía la abogacía desde hacía más de veinte años en su prestigioso bufete de Friedrichstraße. Atendía todo tipo de causas civiles y mercantiles.
Matthias fue el primero de su familia en buscar un medio de subsistencia distinto del comercial, y en seguida comenzó a ganarse la vida, compaginando la redacción de artículos en dos periódicos locales con el trabajo de pasante en un famoso despacho de abogados. En la universidad conoció a otros muchos judíos. Ninguno pobre, por supuesto, que estudiaban Filosofía, Historia, alguna carrera técnica…
Incluso había mujeres judías cursando Filología, una novedad demasiado fuerte para aquellos tiempos. Farah y su madre empezaron a coser como desesperadas a partir de ese día en que el padre se vio obligado a mendigar empleo a sus vecinos, sin ningún resultado, tras serle requisado el cómodo automóvil Austin, comprado años antes al contado. Nadie quería dar trabajo a los judíos, amparándose en las normas, en las habladurías, en los bandos colocados en las calles, incitando a los buenos alemanes a no tratarse con los hijos de Abraham.
Los Hoffmann se preguntaban quién podría ser más alemán que ellos, asentados por ambas ramas familiares en su adorada nación desde mil cuatrocientos noventa y tres, según habían trasmitido de padres a hijos durante generaciones, procedentes de Holanda, a donde habían llegado desde Castilla, expulsados por el decreto de la reina Isabel la Católica. Qué vecinos no judíos podrían remontarse tan atrás en su asentamiento en suelo patrio. Además, si la señora Hoffmann era pelirroja y clara de tez, no tanto como su marido, su hija Farah era casi albina, contando con una mata de rizos dorados como espigas sujetos por la redecilla.
La segunda vez Farah vio desde lejos la fila de gente perdiéndose calle arriba, custodiada por los militares de uniforme negro y armas desenfundadas. Corrió como loca hasta su casa, donde todo lo encontró revuelto y vacío. Los vecinos le indicaron con gestos y medias palabras la hilera de personas escoltadas por los militares, donde caminaban sus padres. El miedo entraba por los pasillos de las viviendas y enturbiaba las plazas con su polvo atroz de impotencia negra. No supo nunca cómo pudo resistir la soledad y el desconocimiento del paradero de los suyos.
Al principio con el apoyo de Florian, su novio, con quien se citaba en la entrada del parque, mezclando la alegría de estar juntos unos momentos con la tristeza de la oscura incertidumbre sobre sus vidas. Desde el otoño anterior estaban obligados a portar una estrella de David amarilla sobre los abrigos, declarando así públicamente su condición de judíos.
Esa marca perenne humillaba a Florian como una flecha clavada, y sus furtivos besos sabían a rabia contenida.
La tercera vez que la policía militar entró en su calle buscando más judíos a quienes llevarse, Farah venía de vender ropa de sus padres, sus relojes y algunos cuadros de la sala en el mercado del centro, que los viernes ofrecía un muestrario de vidas cercenadas, con todas sus íntimas pertenencias puestas a la venta. Corrió a casa de su novio, pero nadie abrió, ni él ni su abuela, ni su hermana… La puerta estaba mal cerrada y pudo traspasarla con algún esfuerzo. Se llevó las manos a la boca para no gritar. Una maleta rota exhibía un equipaje abandonado y decenas de libros yacían amontonados, tirados, arrancados de sus estanterías.
Farah apenas había pisado aquel umbral, pero sintió como suyo el agravio de los volúmenes pisoteados y las sillas destrozadas. Esos jóvenes fascistas tan creyentes en Hitler odiaban la literatura universal, no sólo los libros religiosos hebreos. Recordaba las palabras de su padre sobre la quema de libros de Bebelplatz el año treinta y tres, y las hogueras sucesivas en otras plazas de la ciudad, noticia que la radio difundió en el parte de la noche. Aunque ella era muy pequeña entonces, se le quedó gravado en la memoria el horror de su padre y su indignada estupefacción. Quizá aquel día empezó todo.
Subió a las habitaciones y encontró la de los niños, la que Florian compartía con sus sobrinos. Había una nota bajo la lámpara de la mesilla. Casi no reparó en ella, pero buscaba con ansia alguna pertenencia de su novio y acabó leyéndola. «Volveré. Te quiero. F». Era la letra de él y su corazón lo sabía. Desde entonces, había intentado sobrevivir con la soledad y ese trozo de papel bajo el cristal de la mesa, para no deshacerlo con lágrimas ni con el sudor de sus manos.
Se los iban llevando a todos. A campos de trabajo, había oído. A los viejos, a los adultos y a los niños. A los nazis les molestaban para vivir las familias judías, al parecer. Recordaba cómo su madre había hablado un día, durante la cena, de emigrar a América o a Italia, quizá a la lejana Australia, donde había marchado una prima suya. Su padre ni siquiera había querido seguir con la conversación.
Él adoraba Berlín, sus museos de antigüedades universales, sus bibliotecas, sus simpáticas gentes, su incesante tráfico de bicicletas, sus atestados tranvías, la lluvia inclemente… Y Farah adoraba Berlín y a su apuesto novio, con el que se veía desde las fiestas religiosas de Pascua de tres años antes. Jamás desearía estar en una ciudad donde él no estuviera. Así que no volvieron a pensar en emigrar, como sí les constaba que estaban haciéndolo numerosas familias amigas. Lo comentaban en la sinagoga los sábados, y luego, cuando se cerraron las sinagogas, en las casas donde se reunían a practicar la liturgia a escondidas, alrededor del menorá, el candelabro de siete brazos.
Últimamente, era impensable comprar un billete de tren que la llevara a ella o a cualquier otra persona judía a la costa, a la frontera, o a ninguna otra ciudad. Farah imaginaba a veces escapar a Leipzig, tal vez en bicicleta, donde vivían parientes de su padre y también de su madre, y a donde había ido cuando enterraron a su abuela, en el cementerio del norte de la ciudad, tan largo, tan solitario, con la piedra blanca de las lápidas tornándose negra por la humedad.
Pero rechazaba sus pensamientos. Habría militares vigilando a las afueras de Berlín, en Wittenberg, en Halle, en cada villa que tuviera que atravesar. Era judía, y mujer, lo que duplicaba todos los peligros de avanzar sola por los caminos que jamás había transitado. Su existencia había transcurrido en la capital, jugando con las amigas de la calle, paseando con sus padres, asistiendo a la escuela. No tenía armas, mal sabría defenderse. Además, si escapaba, no estaría en casa cuando sus padres o Florian volvieran. Porque alguno, quizá todos regresaran, cuando la maldita guerra se acabara.
En realidad, las humillaciones a los judíos, públicas y constantes, habían empezado mucho antes que la guerra misma, así que ya su capacidad de horror estaba rebasada. A su padre le había dado tiempo de construir un refugio en el patio, aprovechando un pequeño almacén de carbón y astillas junto a la casa, en la parte de atrás.
Allí acudía ella todas las noches y las tardes, más horas cada día, cuando el aviso de obuses resonaba en los oídos con su alarma letal. A veces, si era pronto, personas que pasaban corriendo por su puerta, asustadas, lejos de sus viviendas, le hacían compañía en el trance del sonido de las bombas y la metralla explotando, incendiando, arrasando. Otras veces, si la alarma sonaba de madrugada, bajaba sola al refugio, con la manta sobre la cabeza. Imposible dormir luego, o antes o después.
Los aliados, condenando a morir de hambre a los alemanes, impidiendo el tránsito de mercancías, quemando las cosechas, paralizando el comercio y la industria. Así y todo, deseaba que semejantes criminales, responsables de haber atacado la zona de los Museos, la catedral protestante, el Reichstag, los barrios populares… entraran de una vez en su devastado país. La radio hablaba de bombardeos en toda Alemania, no sólo en Berlín. Dresde y Hannover estaban hechas pedazos, por mucho que el III Reich dulcificara las noticias, ensalzando las conquistas de Hitler por todo el centro de Europa, desde los Pirineos al Cáucaso. Qué querría ese hombre. El imposible de conquistar el mundo entero, nación tras nación, e instalar como capital de ese mundo a Germania.
Odiaba a los enfermos, a los mentales especialmente, a los discapacitados, a los ancianos, a los gitanos, decían que también a los homosexuales y, por supuesto, a los judíos.
Farah intentaba comprender las razones económicas, estratégicas o militares que podía concebir el gobierno central, el único existente ya, con su único partido de pensamiento único, para expulsar de sus casas, para deportar a un porcentaje de población tan pequeño y tan bien enseñado como era el hebreo. Era un sector que no representaba almenaza alguna, que no empuñaba su religión como arma arrojadiza, que no se jactaba de su tesón y buena suerte en el arte, la ciencia y el comercio, es más, los barrios judíos se estaban abriendo en los últimos años. Cada vez había más matrimonios mixtos, e incluso más judíos reconociéndose ateos o agnósticos, y más jóvenes judíos ignorando el hebreo, pero hablando francés tan bien como alemán, su idioma de cuna.
Farah no comprendía el mundo que le había tocado vivir. Las enseñanzas paternas y maternas: las normas de conducta, las costumbres religiosas, los sueños de formar una familia, sus estudios de mecanografía y taquigrafía, todo estaba hecho añicos. No había futuro y seguiría sin haberlo mientras tuviera que bajar al refugio. Tenía miedo de morir, por eso bajaba, pero en más de una ocasión se hubiera abandonado a la suerte. Sería mejor morir y no escuchar el fragor de la batalla lejana, el silencio de las calles detrás de las razzias, el mutismo de las viviendas sin niños, vacías todas, el miedo al paso de las tropas y al crujir de sus botas relucientes, de sus estrellas y sus guerreras, manchadas de sangre y traición.
Traidores eran los vecinos que denunciaban, los chivatos que revelaban los escondites, los aprovechados que se comían la despensa ajena a cambio de no delatar. Una amiga de la escuela le había hecho confidencias a Farah, y eso que apenas nadie salía ni a su propio patio.
Ella también era descendiente de la colonia sefardí en Alemania, esa menguada descendencia que no quiso viajar a Macedonia, a Portugal o a Turquía hacía cuatro siglos. Los niños y las niñas aprendían judeo español al terminar las clases. El profesor era un anciano venerable, que apenas cobraba algún marco por la difícil empresa de enseñar la lengua franca a criaturas que apenas sabían situar Espanya en el mapa, pero que se esforzaban por repetir canciones medievales, poesías y leyendas de antepasados que también fueron obligados a dejar su tierra.
Su amiga Gertrude, de manera insensata, estaba pensando en huir, pero no sola, lógicamente. Conocía a un agregado en la embajada de España en Berlín, que se interesaba por los sefardíes de manera especial. Era católico, diplomático, español. Se llamaba José Ruiz Santaella, y organizaba salidas clandestinas del país, ayudado por su propia esposa. Pero no era el único. En las embajadas internacionales, algunos funcionarios se interesaban por la desgraciada suerte de los judíos, y exponían sus vidas proponiendo pasaportes para ciudadanos judíos, que ya no tenían tal consideración de ciudadanos en su propio país. Eran pocas las almas caritativas, pero existían. En Sofía, en París, en Cracovia, en numerosas ciudades extranjeras miembros de los cuerpos diplomáticos, con mucha mano izquierda y no pocos sobornos, exponían sus propios bienes y seguridad ante el temible III Reich, a cambio de facilitar la salida de judíos hacia otras naciones.
Farah se preguntaba si el trabajo en los campos nazis sería mejor que la huida a otro país. Hitler se estaba apoderando del extranjero también. Sería más conveniente agachar la cabeza, como habían hecho sus padres y Florian y seguir la fila hacia la cárcel, hacia el trabajo en las fábricas del ejército. A veces llegaban cartas de algunos campos, decían los vecinos. De hombres jóvenes que trabajaban a destajo en ciudades del oeste. Cuando acabase la guerra, que sería el día menos pensado, una vez que los barrios, los monumentos y todos los edificios administrativos e históricos estuvieran tirados por el suelo, las cárceles donde su novio y su familia estuvieran encerrados, tendrían que abrirse.
Le había dado a Gertrude falsas esperanzas de intentar huir con ella. Farah prefería no moverse, en realidad. El miedo a morir si los descubrían era insoportable, más que las bombas y el hambre. Alimentaba la cocina con astillas de los pocos muebles que le quedaban en casa, pero en cuanto entrara el invierno todo sería peor. Estaba acabando con el mobiliario.
Esa tarde no tuvo la suerte de otras veces, aunque su corazón razonó que quizá encontrase a Florian y a sus padres en el campo de trabajo en que estuvieran. Los militares le señalaron el camino a punta de fusil. Estaba en el patio, recortando las plantas. No le dieron tiempo a recoger nada. Otros vecinos se situaban ya en la fila. Obligaban a culatazos a callarse a la gente. Tenía tanta hambre que pensó que, aunque presa, comería en el tren donde decían que iban a llevarlos.
Caminando en silencio, recordó que había dejado abierta su casa. Pensó con tristeza en la historia de su familia. Sus antepasados, en Toledo, quinientos años antes, pudieron llevarse la llave de la puerta entre sus ropas, y hasta un poco de equipaje y algo de pan. Tuvieron un tiempo mínimo para planear la huida y la posibilidad de elegir destino.
Y marcharon juntos, los padres con los hijos. Los novios, prometidos; los bebés, en el capazo. Se hizo la fuerte mirando hacia delante. Pronto comprendería. Detrás sólo quedaba la miseria, el mundo de antes hecho pedazos, las sombras desperdigadas.
Hacía frío en Berlín, mucho frío en el invierno de mil novecientos cuarenta y cuatro.