Rendimos homenaje al maravilloso arte del cuento, un género cada vez más apreciado y que Ediciones de la Torre ha cultivado con amor desde sus inicios. ¡Nos encantaría leer sus comentarios y sugerencias! 
EL EPITAFIO
Tengo entendido que hoy en día ya nadie repara en la pequeña cruz de la esquina del cementerio de Svartsjó. Los feligreses de la iglesia pasan a su lado sin darse cuenta. Y la verdad, tampoco es de extrañar que nadie la mire. Es tan pequeña que el trébol y las campánulas le llegan hasta los brazos y la hierba ha crecido por encima de ella. Tampoco hay nadie que se moleste en leer su inscripción. La lluvia ha borrado ya las letras blancas y a nadie se le ocurre nunca intentar leerlas.
Pero no siempre fue así. En su día, esta pequeña cruz provocó muchas preguntas y un gran asombro. Hubo un tiempo en que todo aquel que pisaba el cementerio se acercaba a esta cruz. Y todavía hoy, si alguien de los de antes la ve, recuerda toda una historia.
Aparece ante sí el pueblo de Svartsjó sumido en el sopor del invierno y cubierto por una nieve blanca y lisa, de una vara y media de altura. ¡Cómo está! Es casi imposible no perderse allí. Uno tiene que dejarse guiar por la brújula, como en el mar. No hay diferencia entre la orilla y el agua, el campo de rastrojos está tan llano como la tierra que ha producido cientos de cosechas de avena. Los carboneros que viven junto a las grandes turberas y las colinas desnudas pueden imaginarse que reinan sobre tierras desbrozadas y cultivadas como los más ricos campesinos.
Los caminos han abandonado las vías seguras entre los cercados grises y se aventuran por los prados y sobre las aguas heladas.
Incluso entre las granjas, uno puede confundirse. Cuando menos se espere, alguien descubrirá que se ha abierto el camino que lleva al pozo a través de los arbustos de la pequeña rosaleda.
Pero en ningún lugar es tan difícil situarse corno en el cementerio. En primer lugar, el muro de granito que lo separa de los terrenos de la casa del párroco está tan cubierto de nieve que ya no se distingue. En segundo lugar, ahora el cementerio es sólo un gran campo blanco, ni la menor desigualdad que desvele los muchos terrones y montículos del campo de la muerte.
En la mayoría de las tumbas hay pequeñas cruces de hierro de las que cuelgan diminutos y finos corazones cuyo movimiento sólo depende del viento. Ahora todos están cubiertos de nieve. Esos pequeños corazones de hierro ya no pueden tintinear sus melancólicas canciones de pérdida y tristeza.
La gente que trabajó en la ciudad ha ido llevando a sus muertos coronas de flores de perlas y hojas de hojalata, y son tan valoradas que reposan sobre las tumbas en pequeñas cajas de cristal. Pero ahora están ocultas y enterradas bajo la nieve. Ahora la tumba que está decorada así ya no es superior a las otras.
Sobresalen un par de arbustos de bayas de nieve y setos de lilos, pero la mayoría está oculta por la nieve. Las pocas ramas que atraviesan la nieve se parecen mucho. No pueden orientar demasiado al que quiera situarse en el cementerio. Las viejas que tienen por costumbre ir todos los domingos a visitar a las tumbas de sus amados ya no pueden avanzar más allá del paseo principal por la nieve. Se paran allí intentando adivinar dónde puede estar «su tumba». ¿Está al lado de ese arbusto o de aquél? Y empiezan a añorar el deshielo. Es como si los muertos se hubieran ido irrazonablemente lejos de ellas, al no poder ver el lugar donde están enterrados.
También hay un par de piedras grandes que sobresalen en la nieve. Qué pocas son, Y la nieve cuelga de ellas sin que se distinga una de otra.
Hay un solo camino abierto en el cementerio. Se extiende a lo largo del paseo principal hasta llegar a un pequeño depósito. Si hay algún entierro, se lleva el ataúd al depósito y allí el pastor pronuncia el sermón y oficia el funeral. A nadie se le ocurre enterrar el ataúd durante el invierno. Se queda en el depósito hasta que Dios envía el deshielo y la tierra puede ser trabajada de nuevo con el pico y la pala.
Ahora sucede que, justo cuando el invierno es más duro y el cementerio completamente inaccesible, muere un niño en casa de los Sander, el propietario de las industrias de Lerum.
Lerum es una gran industria y su dueño, Sander, un hombre poderoso. Acaba de construir una tumba familiar en el cementerio. Sin duda se recuerda, aunque ahora esté escondida bajo la nieve. La rodea un borde de piedra tallada y una gruesa cadena de hierro; en medio de la tumba hay un bloque de granito que lleva su nombre. Allí está escrita una única palabra:
SANDER
grabada con grandes letras que brillan en todo el cementerio.
Pero ahora que el niño ha muerto y se empieza a hablar del entierro, el patrón dice a su esposa:
—No quiero que ese niño descanse en mi tumba.
De pronto se los puede imaginar aquí delante. Están en el comedor de Lerum y el patrón está sentado en la mesa de desayuno, solo, como es habitual. Su esposa, Ebba Sander, está sentada en la mecedora junto a la ventana, desde donde contempla el lago y los islotes poblados de abedules.
Ha estado llorando, pero cuando el marido le dice eso, sus ojos se secan de repente. Su pequeña figura se encoge de terror, empieza a temblar como si sintiera mucho frío.
—¿Qué dices, qué dices? —pregunta. Y habla como si estuviera tiritando de frío.
—Me resulta difícil —dice el patrón—. Mi padre y mi madre están allí y pone Sander en la lápida, No quiero que ese niño descase allí.
—¡Así que eso es lo que has pensado! —dice ella, todavía temblando—. Ya sabía que alguna ver te vengarías.
Él tira la servilleta, se levanta de la mesa y se crece ante ella. No tiene intención de imponer su voluntad y desafiarla con las palabras. Pero ella, viéndolo allí de pie, nota que no podrá hacerle cambiar de opinión. Él es todo obstinación inquebrantable y pesada.
—No quiero vengarme —dice sin levantar la voz—. Simplemente no lo puedo tolerar.
—Hablas como si únicamente fuera una cuestión de trasladarlo de una cama a otra —dice ella—. Y él está muerto, le dará lo mismo donde esté enterrado. Pero sabes que yo me convertiré en una persona perdida.
—También he pensado en eso —dice—. Pero no puedo.
Llevan casados muchos años y no necesitan demasiadas palabras para entenderse. Ella ya sabe que es inútil intentar enternecerlo.
—¿Entonces por qué me perdonaste? —dice ella apretando las manos—. ¿Por qué dejaste que me quedara en Lerum como tu esposa y prometiste perdonarme?
Él sabe muy bien que no quiere hacerle daño. No puede evitar haber llegado ahora al límite de sus concesiones.
—¡Di lo que quieras a los vecinos! —dice—. Puedes estar segura de que callaré. ¡Inventa que hay agua en la tumba, o di que sólo hay espacio para el ataúd de mi padre, mi madre, el tuyo y el mío!
-—¡Y eso se lo creerán!
—Mira, vas a tener que apañártelas como puedas —dice él.
No está enfadado, ella sabe que no lo está. Es lo que él mismo dice. No puede ceder en esto.
Se incorpora en la silla, lleva los brazos detrás de la cabeza y mira por la ventana sin decir nada. Lo terrible es que haya tantas cosas en la vida que nos superan. Sobre todo es terrible que surjan poderes dentro de uno mismo que no podamos controlar de ninguna forma. Hace algunos años, cuando ya era una mujer casada y sensata, el amor se le vino encima. ¡Qué amor! Ni siquiera pensó un momento en controlarlo.
Lo que ahora se apoderó de su marido ¿era deseo de venganza? Nunca se enfadó con ella. La perdonó en seguida, en cuanto se lo confesó.
—Has perdido el juicio —dijo, y permitió que se quedara como su esposa.
Pero aunque sea fácil decir que se perdona, hacerlo debe de ser bastante difícil. Sobre todo para aquel que es rencoroso y melancólico, aquel que nunca olvida y nunca se enfurece.Diga lo que diga, queda algo en su corazón que tiene hambre y pide a gritos satisfacerse con el sufrimiento del otro. Su mujer siempre tuvo la extraña sensación de que hubiera sido mejor que se enfadara hasta golpearla. Entonces habría podido cambiar después. Ahora es malo y gruñón y está asustada. Ella va como un caballo entre varas; sabe que detrás de ella hay alguien que lleva un látigo en la mano, aunque no lo utilice. Pero ahora lo ha hecho. Y ella es una persona perdida.
La gente dice que nunca vio una tristeza como la suya. Parece una imagen de piedra. Durante los días anteriores al entierro, no se sabe si realmente estuvo viva. Es imposible notar si escucha lo que se le dice, si se entera de quién habla con ella. Parece que no siente hambre, parece que puede pasear por la calle sin tener frío. Pero la gente se equivoca, no es la tristeza lo que la hace de piedra, sino el miedo.
No piensa quedarse en casa el día del entierro. Tiene que acompañar a los demás al cementerio, tiene que participar en el cortejo fúnebre, ir allí sabiendo que todos los que acompañan el ataúd pensarán que el cadáver descansará en la gran tumba de los Sander. Cree que va a desplomarse ante el asombro y la sorpresa que se volverán contra ella, cuando el que lleve el bastón funerario la cabeza de la procesión se dirija a una sepultura anónima. Aunque sea un cortejo fúnebre, se oirá un murmullo entre las filas. ¿Por qué el niño no puede descansar en la tumba de los Sander? Volverán las vagas e indeterminadas murmuraciones que una vez corrieron sobre ella. Estas historias deben tener algún fundamento, dirán. Antes de que regrese del cementerio el cortejo fúnebre, estará condenada y perdida.
Lo único que la puede ayudar es participar. Llegará con aspecto tranquilo, debe aparentar que todo marcha bien. Entonces a lo mejor creerán sus excusas.
El marido también va a la iglesia. Se ha ocupado de todo, ha invitado a los asistentes, ha mandado hacer el ataúd y ha decidido quiénes lo llevarán. Está contento y se porta bien después de haber impuesto su voluntad.
Es domingo y, después de la misa, se organiza el cortejo fuera de la casa de la parroquia. Los que van a llevar el ataúd se colocan paños blancos sobre los hombros, las personas de categoría en Lerum y muchos feligreses acompañan la procesión.
Mientras se organiza, piensa que se están alineando para acompañar a un criminal al lugar de ejecución.
¡Cómo la mirarán a la vuelta! Ha ido allí para prepararlos, pero no ha salido una palabra de sus labios. Es incapaz de hablar con serenidad. Lo que sí podría hacer es lamentarse violentamente y que se oyera en todo el cementerio. Pero no se atreve a mover los labios para que no brote de ellos un fuerte grito de terror.
Empiezan a dar las campanadas en la torre y la gente se pone en marcha. ¡Y ahora se van sin saber nada! ¿Por qué no ha podido hablar? Se reprime para no gritarles que no vayan al cementerio con el muerto. Un muerto no es nada. ¿Por qué tiene que arruinarla un muerto? Podrían enterrarlo donde quieran, menos en el cementerio. Tiene ideas confusas sobre cómo ahuyentarlos de allí. Es peligroso. Podrían contagiarse de la peste. Se han visto huellas de lobo. Quería asustarlos como se asusta a los niños.
No sabe dónde han cavado la tumba del niño. Ya lo sabrá a su debido tiempo. Cuando la procesión entra majestuosamente en el cementerio, mira al campo de nieve para descubrir una tumba recién cavada. Pero no ve ni el camino ni la tumba. Allí fuera sólo hay nieve que no ha sido despejada.
Y el cortejo sube al depósito. Entran tantos como pueden y allí dentro se celebra el funeral. Ni siquiera se plantean acercarse a la tumba de los Sander. Nadie podrá saber que el pequeño que ahora está siendo encomendado al descanso eterno, nunca será enterrado en la tumba familiar.
Si Ebba Sander se hubiera acordado, si no se hubiera olvidado de todo por culpa del terror, no habría pasado miedo ni un instante.
«En primavera —piensa—, cuando entierren el ataúd, es poco probable que esté alguien presente, aparte del sepulturero. Nadie pensará que el niño no está en la tumba familiar.» Y se da cuenta de que se ha salvado.
Se desploma entre lágrimas violentas. La gente la mira con compasión.
—Es tremendo cómo lamenta su muerte —dicen. Pero ella sabe mejor que nadie que llora lágrimas de alivio, que se ha salvado de la miseria y del peligro de muerte.
Un par de días después del funeral está sentada, al atardecer, en su sitio habitual del comedor. Mientras cae la noche, se sorprende a sí misma esperando y añorando. Escucha al niño. Es la hora en que suele entrar a jugar. ¿No vendrá hoy? Y se levanta bruscamente y piensa: «Pero es que ha muerto, ha muerto».
Al día siguiente está de nuevo sentada al atardecer, añorándolo. Y noche tras noche esa añoranza vuelve y cada vez es más poderosa. Se extiende como la luz en primavera hasta que al final gobierna todas las horas del día y de la noche.
Es evidente que un niño como el suyo recibirá más amor muerto que vivo. La madre, durante toda la existencia del niño, no ha pensado en otra cosa que en volver a ganarse a su marido. Y para él, la presencia del niño no ha debido ser agradable. El niño tuvo que mantenerse a distancia. A menudo debe de haber sentido que molestaba.
La esposa, que había traicionado su deber, quiso demostrar al marido que, a pesar de todo, valía algo. Tenía siempre labores en marcha en la cocina y en el cuarto del telar. ¿Qué lugar reservaba para el pequeño en medio de todo eso?
Y ahora recuerda cómo sus ojos solían pedir y suplicar. Por las noches quería que se sentara a su lado en la cama. Decía que le daba miedo la oscuridad, pero ahora piensa que quizá no fuera verdad, Decía eso para que se quedara. Recuerda cómo una vez acostado luchaba por no dormirse. Ahora entiende que se mantenía despierto para sentir más tiempo su mano en la de él.
Fue un chaval listo para lo pequeño que era. Utilizó toda su inteligencia para obtener un poco de amor.
Es sorprendente que los niños puedan amar así. Antes, cuando él vivía, no lo entendió. Realmente no es hasta ahora cuando empieza a amar al niño. No es hasta ahora cuando se alegra de su belleza. Puede estar sentada soñando con sus grandes ojos misteriosos. Nunca fue un niño sonrosado y mofletudo, era pálido y delgado. Pero maravillosamente hermoso.
Le parece inmensamente maravilloso, más maravilloso cada día. Los niños tienen que ser lo mejor que da la tierra. ¡Imagina que hay criaturas que tienden la mano a todos los hombres y que tienen buen concepto de todos ellos! ¡Criaturas a las que no les importa si una cara es fea o bonita, besan con las mismas ganas a una y a otra, pueden amar al viejo y al joven, al rico y al pobre! Y en todos los casos son criaturas reales.
Cada día se acerca más al niño. Seguramente desea que estuviera vivo pero se pregunta si entonces le hubiera tenido tan cerca como ahora.
De vez en cuando se desespera por no haber hecho más feliz al niño mientras vivía. Me lo habrán quitado por eso, piensa. Pero no son muchas las veces que sufre la pérdida de esa manera.
Anteriormente tuvo miedo al duelo, pero ahora se da cuenta de que no es lo que había imaginado. El luto es volver a vivir una y otra vez el pasado. El luto es identificarse con toda la esencia del niño, poder entenderlo por fin. Ese duelo la enriquece mucho.
Ahora lo que más teme es que el tiempo lo aleje de ella. No tiene ningún retrato, quizá sus rasgos se borren de su recuerdo. Todos los días lo intenta:
—¿Lo veo, lo veo de verdad? —dice.
Como el invierno continúa semana tras semana se sorprende a sí misma añorando la primavera, entonces podrá sacarlo del depósito y hacer que lo acuesten en la tierra para poder ir a su tumba y hablar con él.
Debe mirar al oeste; es más hermoso. Y va a decorar el montículo con rosas. También quiere un seto y un banco. Quiere poder estar allí mucho tiempo, mucho tiempo.
¡Pero la gente se extrañará! Sólo saben que su niño está enterrado en la tumba familiar. ¡Cómo se sorprenderán si la ven decorando una tumba extraña y sentada allí durante horas! ¿Que inventará?
A veces piensa que tiene que hacerlo de la siguiente manera. Primero ir a la tumba grande, depositar allí un gran ramo y sentarse un rato. Luego, seguramente podrá acercarse con sigilo a la pequeña tumba. Él se contentará sin duda con la única flor puede guardar para él.
Sí, él seguramente se contentará con eso si ella puede. Pero es como si no llegara a la unión con él de esa forma.
Y entonces sabrá que se avergonzaba de él. Entenderá qué vergüenza tan candente fue que él naciera. Quiere evitar que lo sepa. El debe creer que la felicidad al tenerlo superaba todo.
Por fin el invierno cede. Se nota que llega la primavera. La capa de nieve se derrite y la tierra comienza a aparecer. Todavía pasarán quizá unas semanas antes de que la costra de tierra helada desaparezca del suelo, pero hay una esperanza: que los muertos puedan salir del depósito. ¡Y ella añora, añora!
¿Todavía puede verlo? Lo intenta todos los días, pero le fue mejor durante el invierno, en la primavera él no quiere mostrarse ante ella.
Entonces se desespera. Tiene que estar junto a su tumba para estar cerca de él, para poder verlo, amarlo. ¿No llegará nunca a la tierra?
Sólo tiene a su hijo a quien amar, tiene que poder verlo, verlo durante toda su vida.
Al final la duda y la desconfianza desaparecen en favor de su gran añoranza. Ama, ama, no puede vivir sin el muerto. Siente que no puede tener consideración con nadie excepto con él. Y cuando la primavera se abre camino de verdad, cuando las matas de hierba y los montículos aparecen de nuevo en el cementerio, cuando los corazones de las cruces de hierro empiezan a tintinear otra vez, las flores de perlas brillan en sus cajas de cristal y la tierra finalmente puede abrirse para el pequeño ataúd, ella ya ha mandado hacer una cruz negra que va a clavar en la loma.
Atravesando la cruz de brazo a brazo está escrito con letras blancas y claras:
AQUÍ YACE MI HIJO
Y debajo, en el tronco de la cruz, está su nombre.
No le preocupa en absoluto que todo el mundo se entere de lo que ha hecho. Todo lo demás es vano, lo único importante es poder rezar en la tumba de su hijo sin fingir.
SELMA LAGERLÓF
Suecia, 1858/1940
en Hijas del frío. Relatos de escritoras nórdicas,
pág. 237 y ss.

ET Index: 400NMN05
ISBN: 978-84-7960-201-5
Formato: 16 x 24 cm.
278 pp.. – 1.ª edición 1997.
PVP: 14,00 €
