881. El cuento del mes (3)

Rendimos homenaje al maravilloso arte del cuento, un género cada vez más apreciado y que Ediciones de la Torre ha cultivado con amor desde sus inicios. ¡Nos encantaría leer sus comentarios y sugerencias!  📚

 

EL COMODÍN

Una noche de sábado, hacia finales de noviembre, me hallaba solo en casa con Lucy. Yo estaba sentado en un sillón junto a la ventana, y ella estaba sentada junto a la mesa del comedor haciendo un solitario; llevaba algún tiempo haciendo solitarios, y yo no sabía la causa; pensaba que quizá tenía miedo de algo. Hace mucho calor, dijo Lucy, podrías abrir un poco la ventana. Le di la razón en que hacía algo de calor, y además, fuera no hacía nada de frío, de manera que abrí la ventana. Daba al jardín de la parte posterior de la casa y a un bosquecillo. Me quedé un rato de pie escuchando el suave rumor de la lluvia. Tal vez fuera esa la razón, la lluvia suave y el silencio, lo cierto es que sucedió lo que sucede de vez en cuando: se te viene encima un gran vacío, es como si lo absurdo de la existencia se te deslizara hacia el interior y se extendiera como un inmenso y desnudo paisaje. Ya puedes cerrar si quieres, dijo Lucy, aunque yo seguía mirando por la ventana. Voy a dar un paseo, dije. ¿Ahora?, preguntó. Cerré la ventana. Sólo un pequeño paseo, dije. Ella continuó con su solitario, sin levantar la vista. En la entrada me puse el impermeable y el gorro de lluvia que sólo utilizo para trabajar en el jardín cuando hace mal tiempo. Tal vez por eso bajé al jardín en lugar de salir a la carretera. Fui hasta el fondo, donde solíamos cultivar col y había un pequeño banco, que databa de antes de que Lucy heredara la casa. Me senté bajo la lluvia en la oscuridad y me puse a mirar las ventanas iluminadas. Una leve pendiente del jardín me impedía ver a Lucy, y sólo me permitía contemplar el techo y la parte superior de las paredes. Al cabo de un rato hacía demasiado frío para permanecer sentado. Me levanté, quería trepar la valla y cruzar el bosquecillo hasta la carretera, a la altura de la oficina de correos. Pero al llegar a la valla lile volví, y entonces vi la sombra de Lucy en la pared interior y un trozo del techo. Me preguntaba cómo podía ser, cuál era la fuente de luz que hacía que la sombra cayera justamente allí. Me subí a la valla por donde podía agarrarme a la rama inferior de un gran roble; desde allí podía ver a Lucy sentada junto a la mesa. Delante de ella ardía una vela, y en una mano llevaba algo que también ardía, pero resultaba imposible ver de qué se trataba. Luego la llama desapareció y Lucy se levantó; en ese momento tuve la sensación de que toda la habitación se quedaba en penumbra. Al instante, Lucy había desaparecido de mi campo de visión. Esperé un rato, pero ella no volvió. Bajé de la valla de un salto por el lado exterior y me interné en el bosquecillo, preguntándome qué era lo que había quemado. De alguna manera me sentía encandilado, sé que era justamente lo que sentía porque la idea me dejó algo perplejo, incluso me pregunté de dónde procedía el verbo «encandilar». Seguí el sendero y salí al aparcamiento de gravilla que había detrás de la oficina de correos, allí me paré a sopesar los pros y los contras, y luego volví por el mismo camino, no era muy largo, sólo unos doscientos metros, y enseguida me encontraba otra vez junto a la valla.

Me quedé un buen rato en la entrada y cuando llegué al cuarto de estar, Lucy estaba haciendo un solitario. Levantó la vista de los naipes y me dirigió una sonrisa. No había rastro de velas sobre la mesa ni restos de papel quemado en el cenicero. ¿Bueno?, dijo ella. Llueve, contesté. Ya lo sabías, dijo ella. Sí, contesté. Me senté junto a la ventana. Miré hacia el jardín, pero sólo me encontré con el reflejo de la habitación, y el de Lucy, Un rato después, sin levantar la vista de los naipes y con una voz completamente cotidiana, dijo: Sólo tengo que pellizcarme el brazo para saber que existo. Incluso para ser Lucy era una afirmación muy puntual, y si yo la tomé como una acusación, se debía a esa sensación que tenía de haber sido engañado, una sensación que no se había esfumado al volver a casa y comprobar que todas las huellas de lo que había visto desde la valla habían sido borradas. Estuve a punto de contestarle irónicamente, pero me controlé. No dije nada, ni siquiera me volví hacia ella, sino que continué mirando su reflejo en el cristal de la ventana. Empezó a recoger los naipes, todavía sin levantar la vista. Yo tenía una fuerte sensación de rigidez en el rostro. Lucy guardó la baraja en el estuche y se levantó lentamente. Me miró. Era incapaz de volverme, estaba totalmente encerrado en la sensación de haber sido ultrajado. Dijo: Pobre Joachim. Yse fue. Oí que abría el grifo de la cocina, luego sonó la puerta del dormitorio, y a continuación se hizo el silencio. No sé cuánto tiempo permanecí desmenuzando con amargura sus últimas palabras, tal vez varios minutos, pero finalmente mis pensamientos tomaron otra dirección. Me levanté y me acerqué a la chimenea. Estaba tan limpia de cenizas como lo había estado todo el día. Quise ir a la cocina y mirar el cubo de la basura, pero vacilé por miedo a que Lucy me sorprendiera. ¿Y qué? me dije, no sabe que la he visto. Abrí la puerta del armario de debajo del fregadero, y en el cubo de la basura podía verse la esquina de un naipe quemado. Lo cogí y me puse a darle vueltas, indeciso y confuso. Las preguntas se enmarañaban en mi interior. ¿Había cogido una vela con el fin de quemar un naipe? ¿Uno de esos naipes con los que hacía solitarios? ¿Por qué una vela? ¿Por qué quemar un naipe? ¿Por qué había vuelto a dejar la vela en su sitio? ¿Qué naipe? A la última pregunta tal vez pudiera encontrar la respuesta. Dejé caer el naipe quemado al cubo de la basura y volví al cuarto de estar. La baraja aún estaba en la mesa; saqué los naipes y los conté: cincuenta y tres, Había un solo comodín. Había quemado un comodín. Miré el que aún estaba intacto: un bufón guiñando un ojo mientras se sacaba un as de corazones de la manga. Me metí el naipe en el bolsillo con un confuso sentimiento de venganza y luego volví a colocar la baraja en el estuche.

Cuando una hora más tarde fui a acostarme, Lucy ya estaba dormida. Permanecí mucho tiempo despierto, y a la mañana siguiente me acordaba de todo. Llovía. Intentaba imaginarme que era una mañana de domingo cualquiera, pero no lo conseguía. Desayunamos en silencio, es decir, Lucy mencionó un par de asuntos triviales, pero yo no contesté. Entonces dijo: «No hace falta que te calles por mí». En ese instante, todo se volvió negro en mi interior. Tenía el cuchillo en la mano, y golpeé el mango con tanta fuerza contra el plato que estalló. A continuación me levanté y salí de la habitación gritando: iPobre Joachim, pobre Joachim!

Unas horas más tarde volví a casa. Había pensado decirle que lamentaba el no haber sido capaz de controlarme. La casa estaba oscura. Encendí las luces. En la mesa de la cocina había una nota en la que ponía: Sí. Te llamaré mañana u otro día. Lucy.

Así salió de mi vida. Después de ocho años. Al principio me negué a creerlo, estaba seguro de que al cabo de un tiempo se daría cuenta de que me necesitaba tanto como yo a ella. Pero no se dio cuenta, ahora ya lo sé, tengo que admitirlo, no era.la que yo pensaba que era.

 

KJELL ASKILDSEN,
Noruega, 1929/2021
en El vikingo afeitado, pág. 181

ET Index: NMN05

ISBN: 978-84-7960-241-4. 

Formato: 16 x 24 cm.

270 pp. 1.ª edición 1999.

PVP: 14,00 € 

 

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880. Los lunes con poesía (17)

Otoño

Oh mustio afán, que lánguido consuelo;
qué desazón sin brío, oh lenta calma.
Todo lo que caduca bajo el oro
se bate con la sed de la esperanza.

El río amarillea detenido,
la rueda del molino bate y canta;
ésta, veloz e inmóvil permanece;
aquél, en manos del sigilo, pasa.

Baquera es la ansiedad; sobre los remos
la fatiga combate la tardanza;
agua arriba es la fe, rauda y caliente;
abajo, la ilusión abandonada.
Las aguas, al subir, rasgan su seno;
al descender, la siguen desmayadas.

El resplandor callado de otoño
en vírgenes cabellos se desata.
La barca lleva un cuerpo desvelado
bajo la sombra en oro de las ramas.

La carne no es medida para el sueño,
el espíritu extiende la miada;
herida sin saetas, la doncella
siente su compasión enamorada,
y la hermosura llora a la hermosura
ante la tierra embellecida y clara.

El invisible tránsito del tiempo
la declinante majestad declara.
Amarrada la barca al sauce triste,
contemplarás tu imagen abismada,
el color de los ojos en olvido,
ausente de sí misma la palabra.

Agonizan las frondas, sufre el cielo,
ya cruje la tierra adentro la pisada,
y al corazón poblado de caminos
ya le duele la sangre solitaria.

De hasta la fecha
en Antología del paisaje de España, pág. 205

 

Ridruejo, Dionisio: (Burgo de Osma, Soria, 1912/1975). Como los otros poetas de su generación, su obra fue marcada por el compromiso político igualmente que por la búsqueda del esteticismo clásico. Publicó sus primeras poesía en 1935, y obtuvo el Premio Nacional de Literatura en 1951,

 

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879. Los lunes con poesía (16)

Noviembre

Llega otra vez noviembre, que es el mes más querido
porque sé su secreto, porque me da más vida.
La calidad de su aire, que es canción, 
casi revelación,
y sus mañanas tan remediadoras,
su ternura codiciosa,

su entrañable soledad. 
Y  encontrar una calle en una boca,
una casa en un cuerpo mientras, tan caducas,
con esa melodía de la ambición perdida,
caen las castañas y las telarañas.

Estas castañas, de ocre amarillento,
seguras, entreabiertas, dándome libertad
junto al temblor en sombra de su cáscara.
Las telarañas, con su geometría
tan cautelosa y pegajosa, y
también con su silencio,

con su palpitación oscura
como la del coral o la más tierna
de la esponja, o la de la piña
abierta,
o la del corazón cuando late sin tiranía, cuando  
resucita y se limpia.
Tras tanto tiempo sin amor, esta mañana
qué salvadora. Qué
luz tan íntima. Me entra y me da música
sin pausas
en el momento mismo en que te amo,
en que me entrego a ti con alegría,
trémulamente e impacientemente,   
sin mirar a esa puerta donde llama el adiós.

Llegó otra vez noviembre. Lejos quedan los días
de los pequeños sueños, de los besos marchitos.
Tú eres el mes que quiero. Que no me deje a oscuras
tu codiciosa luz olvidadiza y cárdena   
mientras llega el invierno.

 

Claudio Rodríguez
de El vuelo de la celebración, 1976
En Poesía cada día, pág. 220

Rodríguez, Claudio: (Zamora, 1934 – Madrid, 1999). Recibió el primero de sus premios, el premio Adonais, antes de cumplir sus veinte años. En 1987 fue elegido miembro de número de la Real Academia Española de la Lengua para ocupar el sillón I, sustituyendo a Gerardo Diego.

 

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878. El cuento del mes (2)

Rendimos homenaje al maravilloso arte del cuento, un género cada vez más apreciado y que Ediciones de la Torre ha cultivado con amor desde sus inicios. ¡Nos encantaría leer sus comentarios y sugerencias!  📚

 

EL EPITAFIO

Tengo entendido que hoy en día ya nadie repara en la pequeña cruz de la esquina del cementerio de Svartsjó. Los feligreses de la iglesia pasan a su lado sin darse cuenta. Y la verdad, tampoco es de extrañar que nadie la mire. Es tan pequeña que el trébol y las campánulas le llegan hasta los brazos y la hierba ha crecido por encima de ella. Tampoco hay nadie que se moleste en leer su inscripción. La lluvia ha borrado ya las letras blancas y a nadie se le ocurre nunca intentar leerlas.

Pero no siempre fue así. En su día, esta pequeña cruz provocó muchas preguntas y un gran asombro. Hubo un tiempo en que todo aquel que pisaba el cementerio se acercaba a esta cruz. Y todavía hoy, si alguien de los de antes la ve, recuerda toda una historia.

Aparece ante sí el pueblo de Svartsjó sumido en el sopor del invierno y cubierto por una nieve blanca y lisa, de una vara y media de altura. ¡Cómo está! Es casi imposible no perderse allí. Uno tiene que dejarse guiar por la brújula, como en el mar. No hay diferencia entre la orilla y el agua, el campo de rastrojos está tan llano como la tierra que ha producido cientos de cosechas de avena. Los carboneros que viven junto a las grandes turberas y las colinas desnudas pueden imaginarse que reinan sobre tierras desbrozadas y cultivadas como los más ricos campesinos.

Los caminos han abandonado las vías seguras entre los cercados grises y se aventuran por los prados y sobre las aguas heladas.

Incluso entre las granjas, uno puede confundirse. Cuando menos se espere, alguien descubrirá que se ha abierto el camino que lleva al pozo a través de los arbustos de la pequeña rosaleda.

Pero en ningún lugar es tan difícil situarse corno en el cementerio. En primer lugar, el muro de granito que lo separa de los terrenos de la casa del párroco está tan cubierto de nieve que ya no se distingue. En segundo lugar, ahora el cementerio es sólo un gran campo blanco, ni la menor desigualdad que desvele los muchos terrones y montículos del campo de la muerte.

En la mayoría de las tumbas hay pequeñas cruces de hierro de las que cuelgan diminutos y finos corazones cuyo movimiento sólo depende del viento. Ahora todos están cubiertos de nieve. Esos pequeños corazones de hierro ya no pueden tintinear sus melancólicas canciones de pérdida y tristeza.

La gente que trabajó en la ciudad ha ido llevando a sus muertos coronas de flores de perlas y hojas de hojalata, y son tan valoradas que reposan sobre las tumbas en pequeñas cajas de cristal. Pero ahora están ocultas y enterradas bajo la nieve. Ahora la tumba que está decorada así ya no es superior a las otras.

Sobresalen un par de arbustos de bayas de nieve y setos de lilos, pero la mayoría está oculta por la nieve. Las pocas ramas que atraviesan la nieve se parecen mucho. No pueden orientar demasiado al que quiera situarse en el cementerio. Las viejas que tienen por costumbre ir todos los domingos a visitar a las tumbas de sus amados ya no pueden avanzar más allá del paseo principal por la nieve. Se paran allí intentando adivinar dónde puede estar «su tumba». ¿Está al lado de ese arbusto o de aquél? Y empiezan a añorar el deshielo. Es como si los muertos se hubieran ido irrazonablemente lejos de ellas, al no poder ver el lugar donde están enterrados.

También hay un par de piedras grandes que sobresalen en la nieve. Qué pocas son, Y la nieve cuelga de ellas sin que se distinga una de otra.

Hay un solo camino abierto en el cementerio. Se extiende a lo largo del paseo principal hasta llegar a un pequeño depósito. Si hay algún entierro, se lleva el ataúd al depósito y allí el pastor pronuncia el sermón y oficia el funeral. A nadie se le ocurre enterrar el ataúd durante el invierno. Se queda en el depósito hasta que Dios envía el deshielo y la tierra puede ser trabajada de nuevo con el pico y la pala.

Ahora sucede que, justo cuando el invierno es más duro y el cementerio completamente inaccesible, muere un niño en casa de los Sander, el propietario de las industrias de Lerum.

Lerum es una gran industria y su dueño, Sander, un hombre poderoso. Acaba de construir una tumba familiar en el cementerio. Sin duda se recuerda, aunque ahora esté escondida bajo la nieve. La rodea un borde de piedra tallada y una gruesa cadena de hierro; en medio de la tumba hay un bloque de granito que lleva su nombre. Allí está escrita una única palabra:

 

SANDER

 

grabada con grandes letras que brillan en todo el cementerio.

Pero ahora que el niño ha muerto y se empieza a hablar del entierro, el patrón dice a su esposa: 

—No quiero que ese niño descanse en mi tumba.

De pronto se los puede imaginar aquí delante. Están en el comedor de Lerum y el patrón está sentado en la mesa de desayuno, solo, como es habitual. Su esposa, Ebba Sander, está sentada en la mecedora junto a la ventana, desde donde contempla el lago y los islotes poblados de abedules.

Ha estado llorando, pero cuando el marido le dice eso, sus ojos se secan de repente. Su pequeña figura se encoge de terror, empieza a temblar como si sintiera mucho frío. 

—¿Qué dices, qué dices? —pregunta. Y habla como si estuviera tiritando de frío.

—Me resulta difícil —dice el patrón—. Mi padre y mi madre están allí y pone Sander en la lápida, No quiero que ese niño descase allí.

 —¡Así que eso es lo que has pensado! —dice ella, todavía temblando—. Ya sabía que alguna ver te vengarías.

Él tira la servilleta, se levanta de la mesa y se crece ante ella. No tiene  intención de imponer su voluntad y desafiarla con las palabras. Pero ella, viéndolo allí de pie, nota que no podrá hacerle cambiar de opinión. Él es todo obstinación inquebrantable y pesada.

—No quiero vengarme —dice sin levantar la voz—. Simplemente no lo puedo tolerar.

—Hablas como si únicamente fuera una cuestión de trasladarlo de una cama a otra —dice ella—. Y él está muerto, le dará lo mismo donde esté enterrado. Pero sabes que yo me convertiré en una persona perdida.

—También he pensado en eso —dice—. Pero no puedo.

Llevan casados muchos años y no necesitan demasiadas palabras para entenderse. Ella ya sabe que es inútil intentar enternecerlo.

—¿Entonces por qué me perdonaste? —dice ella apretando las manos—. ¿Por qué dejaste que me quedara en Lerum como tu esposa y prometiste perdonarme?

Él sabe muy bien que no quiere hacerle daño. No puede evitar haber llegado ahora al límite de sus concesiones.

—¡Di lo que quieras a los vecinos! —dice—. Puedes estar segura de que callaré. ¡Inventa que hay agua en la tumba, o di que sólo hay espacio para el ataúd de mi padre, mi madre, el tuyo y el mío!

-—¡Y eso se lo creerán!

—Mira, vas a tener que apañártelas como puedas —dice él.

No está enfadado, ella sabe que no lo está. Es lo que él mismo dice. No puede ceder en esto.

Se incorpora en la silla, lleva los brazos detrás de la cabeza y mira por la ventana sin decir nada. Lo terrible es que haya tantas cosas en la vida que nos superan. Sobre todo es terrible que surjan poderes dentro de uno mismo que no podamos controlar de ninguna forma. Hace algunos años, cuando ya era una mujer casada y sensata, el amor se le vino encima. ¡Qué amor! Ni siquiera pensó un momento en controlarlo.

Lo que ahora se apoderó de su marido ¿era deseo de venganza? Nunca se enfadó con ella. La perdonó en seguida, en cuanto se lo confesó.

—Has perdido el juicio —dijo, y permitió que se quedara como su esposa.

Pero aunque sea fácil decir que se perdona, hacerlo debe de ser bastante difícil. Sobre todo para aquel que es rencoroso y melancólico, aquel que nunca olvida y nunca se enfurece.Diga lo que diga, queda algo en su corazón que tiene hambre y pide a gritos satisfacerse con el sufrimiento del otro. Su mujer siempre tuvo la extraña sensación de que hubiera sido mejor que se enfadara hasta golpearla. Entonces habría podido cambiar después. Ahora es malo y gruñón y está asustada. Ella va como un caballo entre varas; sabe que detrás de ella hay alguien que lleva un látigo en la mano, aunque no lo utilice. Pero ahora lo ha hecho. Y ella es una persona perdida.

La gente dice que nunca vio una tristeza como la suya. Parece una imagen de piedra. Durante los días anteriores al entierro, no se sabe si realmente estuvo viva. Es imposible notar si escucha lo que se le dice, si se entera de quién habla con ella. Parece que no siente hambre, parece que puede pasear por la calle sin tener frío. Pero la gente se equivoca, no es la tristeza lo que la hace de piedra, sino el miedo.

No piensa quedarse en casa el día del entierro. Tiene que acompañar a los demás al cementerio, tiene que participar en el cortejo fúnebre, ir allí sabiendo que todos los que acompañan el ataúd pensarán que el cadáver descansará en la gran tumba de los Sander. Cree que va a desplomarse ante el asombro y la sorpresa que se volverán contra ella, cuando el que lleve el bastón funerario la cabeza de la procesión se dirija a una sepultura anónima. Aunque sea un cortejo fúnebre, se oirá un murmullo entre las filas. ¿Por qué el niño no puede descansar en la tumba de los Sander? Volverán las vagas e indeterminadas murmuraciones que una vez corrieron sobre ella. Estas historias deben tener algún fundamento, dirán. Antes de que regrese del cementerio el cortejo fúnebre, estará condenada y perdida.

Lo único que la puede ayudar es participar. Llegará con aspecto tranquilo, debe aparentar que todo marcha bien. Entonces a lo mejor creerán sus excusas.

El marido también va a la iglesia. Se ha ocupado de todo, ha invitado a los asistentes, ha mandado hacer el ataúd y ha decidido quiénes lo llevarán. Está contento y se porta bien después de haber impuesto su voluntad.

Es domingo y, después de la misa, se organiza el cortejo fuera de la casa de la parroquia. Los que van a llevar el ataúd se colocan paños blancos sobre los hombros, las personas de categoría en Lerum y muchos feligreses acompañan la procesión.

Mientras se organiza, piensa que se están alineando para acompañar a un criminal al lugar de ejecución.

¡Cómo la mirarán a la vuelta! Ha ido allí para prepararlos, pero no ha salido una palabra de sus labios. Es incapaz de hablar con serenidad. Lo que sí podría hacer es lamentarse violentamente y que se oyera en todo el cementerio. Pero no se atreve a mover los labios para que no brote de ellos un fuerte grito de terror.

Empiezan a dar las campanadas en la torre y la gente se pone en marcha. ¡Y ahora se van sin saber nada! ¿Por qué no ha podido hablar? Se reprime para no gritarles que no vayan al cementerio con el muerto. Un muerto no es nada. ¿Por qué tiene que arruinarla un muerto? Podrían enterrarlo donde quieran, menos en el cementerio. Tiene ideas confusas sobre cómo ahuyentarlos de allí. Es peligroso. Podrían contagiarse de la peste. Se han visto huellas de lobo. Quería asustarlos como se asusta a los niños.

No sabe dónde han cavado la tumba del niño. Ya lo sabrá a su debido tiempo. Cuando la procesión entra majestuosamente en el cementerio, mira al campo de nieve para descubrir una tumba recién cavada. Pero no ve ni el camino ni la tumba. Allí fuera sólo hay nieve que no ha sido despejada.

Y el cortejo sube al depósito. Entran tantos como pueden y allí dentro se celebra el funeral. Ni siquiera se plantean acercarse a la tumba de los Sander. Nadie podrá saber que el pequeño que ahora está siendo encomendado al descanso eterno, nunca será enterrado en la tumba familiar.

Si Ebba Sander se hubiera acordado, si no se hubiera olvidado de todo por culpa del terror, no habría pasado miedo ni un instante.

«En primavera —piensa—, cuando entierren el ataúd, es poco probable que esté alguien presente, aparte del sepulturero. Nadie pensará que el niño no está en la tumba familiar.» Y se da cuenta de que se ha salvado.

Se desploma entre lágrimas violentas. La gente la mira con compasión.

—Es tremendo cómo lamenta su muerte —dicen. Pero ella sabe mejor que nadie que llora lágrimas de alivio, que se ha salvado de la miseria y del peligro de muerte.

Un par de días después del funeral está sentada, al atardecer, en su sitio habitual del comedor. Mientras cae la noche, se sorprende a sí misma esperando y añorando. Escucha al niño. Es la hora en que suele entrar a jugar. ¿No vendrá hoy? Y se levanta bruscamente y piensa: «Pero es que ha muerto, ha muerto».

Al día siguiente está de nuevo sentada al atardecer, añorándolo. Y noche tras noche esa añoranza vuelve y cada vez es más poderosa. Se extiende como la luz en primavera hasta que al final gobierna todas las horas del día y de la noche.

Es evidente que un niño como el suyo recibirá más amor muerto que vivo. La madre, durante toda la existencia del niño, no ha pensado en otra cosa que en volver a ganarse a su marido. Y para él, la presencia del niño no ha debido ser agradable. El niño tuvo que mantenerse a distancia. A menudo debe de haber sentido que molestaba.

La esposa, que había traicionado su deber, quiso demostrar al marido que, a pesar de todo, valía algo. Tenía siempre labores en marcha en la cocina y en el cuarto del telar. ¿Qué lugar reservaba para el pequeño en medio de todo eso?

Y ahora recuerda cómo sus ojos solían pedir y suplicar. Por las noches quería que se sentara a su lado en la cama. Decía que le daba miedo la oscuridad, pero ahora piensa que quizá no fuera verdad, Decía eso para que se quedara. Recuerda cómo una vez acostado luchaba por no dormirse. Ahora entiende que se mantenía despierto para sentir más tiempo su mano en la de él.

Fue un chaval listo para lo pequeño que era. Utilizó toda su inteligencia para obtener un poco de amor.

Es sorprendente que los niños puedan amar así. Antes, cuando él vivía, no lo entendió. Realmente no es hasta ahora cuando empieza a amar al niño. No es hasta ahora cuando se alegra de su belleza. Puede estar sentada soñando con sus grandes ojos misteriosos. Nunca fue un niño sonrosado y mofletudo, era pálido y delgado. Pero maravillosamente hermoso.

Le parece inmensamente maravilloso, más maravilloso cada día. Los niños tienen que ser lo mejor que da la tierra. ¡Imagina que hay criaturas que tienden la mano a todos los hombres y que tienen buen concepto de todos ellos! ¡Criaturas a las que no les importa si una cara es fea o bonita, besan con las mismas ganas a una y a otra, pueden amar al viejo y al joven, al rico y al pobre! Y en todos los casos son criaturas reales.

Cada día se acerca más al niño. Seguramente desea que estuviera vivo pero se pregunta si entonces le hubiera tenido tan cerca como ahora.

De vez en cuando se desespera por no haber hecho más feliz al niño mientras vivía. Me lo habrán quitado por eso, piensa. Pero no son muchas las veces que sufre la pérdida de esa manera.

Anteriormente tuvo miedo al duelo, pero ahora se da cuenta de que no es lo que había imaginado. El luto es volver a vivir una y otra vez el pasado. El luto es identificarse con toda la esencia del niño, poder entenderlo por fin. Ese duelo la enriquece mucho.

Ahora lo que más teme es que el tiempo lo aleje de ella. No tiene ningún retrato, quizá sus rasgos se borren de su recuerdo. Todos los días lo intenta:

—¿Lo veo, lo veo de verdad? —dice.

Como el invierno continúa semana tras semana se sorprende a sí misma añorando la primavera, entonces podrá sacarlo del depósito y hacer que lo acuesten en la tierra para poder ir a su tumba y hablar con él.

Debe mirar al oeste; es más hermoso. Y va a decorar el montículo con rosas. También quiere un seto y un banco. Quiere poder estar allí mucho tiempo, mucho tiempo.

¡Pero la gente se extrañará! Sólo saben que su niño está enterrado en la tumba familiar. ¡Cómo se sorprenderán si la ven decorando una tumba extraña y sentada allí durante horas! ¿Que inventará?
A veces piensa que tiene que hacerlo de la siguiente manera. Primero ir a la tumba grande, depositar allí un gran ramo y sentarse un rato. Luego, seguramente podrá acercarse con sigilo a la pequeña tumba. Él se contentará sin duda con la única flor puede guardar para él.

Sí, él seguramente se contentará con eso si ella puede. Pero es como si no llegara a la unión con él de esa forma.

Y entonces sabrá que se avergonzaba de él. Entenderá qué vergüenza tan candente fue que él naciera. Quiere evitar que lo sepa. El debe creer que la felicidad al tenerlo superaba todo. 

Por fin el invierno cede. Se nota que llega la primavera. La capa de nieve se derrite y la tierra comienza a aparecer. Todavía pasarán quizá unas semanas antes de que la costra de tierra helada desaparezca del suelo, pero hay una esperanza: que los muertos puedan salir del depósito. ¡Y ella añora, añora! 

¿Todavía puede verlo? Lo intenta todos los días, pero le fue mejor durante el invierno, en la primavera él no quiere mostrarse ante ella.

Entonces se desespera. Tiene que estar junto a su tumba para estar cerca de él, para poder verlo, amarlo. ¿No llegará nunca a la tierra?

Sólo tiene a su hijo a quien amar, tiene que poder verlo, verlo durante toda su vida. 

Al final la duda y la desconfianza desaparecen en favor de su gran añoranza. Ama, ama, no puede vivir sin el muerto. Siente que no puede tener consideración con nadie excepto con él. Y cuando la primavera se abre camino de verdad, cuando las matas de hierba y los montículos aparecen de nuevo en el cementerio, cuando los corazones de las cruces de hierro empiezan a tintinear otra vez, las flores de perlas brillan en sus cajas de cristal y la tierra finalmente puede abrirse para el pequeño ataúd, ella ya ha mandado hacer una cruz negra que va a clavar en la loma. 

Atravesando la cruz de brazo a brazo está escrito con letras blancas y claras:


AQUÍ YACE MI HIJO


        Y debajo, en el tronco de la cruz, está su nombre.

No le preocupa en absoluto que todo el mundo se entere de lo que ha hecho. Todo lo demás es vano, lo único importante es poder rezar en la tumba de su hijo sin fingir.

 

SELMA LAGERLÓF
Suecia, 1858/1940
en Hijas del frío. Relatos de escritoras nórdicas,
pág. 237 y ss.

 

 

 

ET Index: 400NMN05

ISBN: 978-84-7960-201-5

Formato: 16 x 24 cm.

278 pp.. – 1.ª edición 1997.

PVP: 14,00 € 

 

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Acceder directamente a el libro: Hijas del frío.

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877. Los lunes con poesía (15)

Para María Asunción Mateo, prendedora de estos cantos.

Moved las hojas, las hojas,
albas hojas de este libro.
Canto yo. 

Vuelan pájaros y flores.
Soy yo.

Vuelan. Pero si no vuelven,
si quedan mudas las hojas…
¿Dónde estaré yo?

La mano que aquí me puso,
sabe dónde vuelo yo.

Rafael Alberti
en Rafael Alberti para niños,
Madrid, Ediciones de la Torre, 1984.

 
 
Reproducimos este entrañable poema,
en recuerdo del vigésimo sexto aniversario de la muerte de nuestro gran poeta, que el autor dedicó a su antóloga, quien luego sería su esposa.

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876. Los lunes con poesía (14)

Sentimiento de otoño

Llueve el otoño aún verde como entonces
Sobre los viejos mármoles,
Con aroma vacío, abriendo sueños.
Y el cuerpo se abandona.

Hay formas transparentes por el valle,
Embeleso en las fuentes,
Y entre el vasto aire pálido ya brillan 
Unas celestes alas.

Tras de las voces frescas queda el halo
Virginal de la muerte.
Nada pesa ganado ni perdido. 
Lánguido va el recuerdo.

Todo es verdad, menos el odio, yerto
Como ese gris celaje
Pasando vanamente sobre el oro, 
Hecho sombra iracunda.

 

Luis Cernuda,
de Sentimiento de otoño, en Las Nubes, 1937
En Antología poética del paisaje de España, pág. 200

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875. Los lunes con poesía (13)

Octubre

A través de la paz del agua pura,
el sol le dora al río sus verdines;
las hojas secas van, y los jazmines
últimos, sobre el oro a la ventura.

El cielo, verde, en la más libre altura
de su ancha plenitud, deja los fines
del mundo en un extremo de jardines 
de ilusión. ¡Tarde en toda tu hermosura!

¡Qué paz! Al chopo claro viene y canta
un pájaro. Una nube se desvae
sin color, y una sota mariposa,

luz, se sume en la luz… y se levanta
de todo no sé qué hálito, que trae,
triste de no morir aún más, la rosa.

 

Juan Ramón Jiménez
de Sonetos espirituales, 1917.
En  Antología poética del paisaje de España, pág. 198

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874. Los lunes con poesía (12)

¿Eres tú, Guadarrama, viejo amigo…

¿Eres tú, Guadarrama, viejo amigo,
la sierra gris y blanca,
la sierra de mis tardes madrileñas
que yo veía en el azul pintada?

Por tus barrancos hondos
y tus cumbres agrias,
mil Guadarramas y mil soles vienen, 
cabalgando conmigo, a tus entrañas.

 

Camino de Balsaín, 1911
Antonio Machado
De Campos de Castilla, 1912, 
en Antología del paisaje de España, pág. 143
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873. El cuento del mes (1)

Rendimos homenaje al maravilloso arte del cuento, un género cada vez más apreciado y que Ediciones de la Torre ha cultivado con amor desde sus inicios. ¡Nos encantaría leer sus comentarios y sugerencias!  📚

 

HOJA DESPRENDIDA

Rashid despierta en la cama de un hospital. La cara del médico le regala su mejor sonrisa, no puede ofrecerle más, ni siquiera tiene un caramelo para endulzarle su corta vida. Todo resulta nuevo a su alrededor, no sabe por qué esta allí, no recuerda nada del pasado reciente, y un olor agrio y nauseabundo se le pega a las aletas de la nariz provocándole un ligero mareo. Es el hedor de la sangre coagulada.
Rashid se aferra a la vida y busca el rostro de su madre entre la incertidumbre de los enfermos que le rodean. Hay heridos que refugian su dolor entre rezos y oraciones, cadáveres que aguardan sin ninguna prisa el último tramo del camino, médicos y enfermeras cargados de esperanza estéril y mujeres sollozando cuyas tristezas tiernas le acercan a su madre. Rashid quiere llenarse los ojos con su imagen, se obceca en su búsqueda, repite el mismo recorrido visual, esta vez mucho más despacio, deteniéndose en algunas caras cuyo parecido con la de su madre le hacen dudar, pero no consigue saciar su deseo: ninguna de aquellas mujeres lleva su sangre.
El médico se aproxima al niño con esa mezcla de astucia y cuidado con la que los padres se acercan a sus hijos para revelarles una mala noticia. Le acaricia el cabello y le cuenta que llegó al hospital hace unos días, que debe ser fuerte. Le habla de la guerra y de la muerte y, con un nudo en la garganta, le explica que ya no volverá a ver a su familia, que ya no tiene padre ni hermanos, que tampoco su madre sobrevivió a la explosión que sacudió el mercado en el que trabajaban. Una bomba cayó del cielo y terminó con ellos.
Rashid le sigue con la mirada y no pronuncia palabra. Un destello de recuerdos revive en su memoria como una reacción incontrolada, como una ráfaga de imágenes en blanco y negro. Todo queda reducido, condensado, a una gran explosión, y el paisaje del mercado que se va apagando poco a poco, a parpadeos lentos, por un dolor que se transforma en sueño. Aquel hombre de bata blanca le habla de cosas que no entiende, que no quiere entender. Rashid sólo piensa en su madre.
El niño hace amago de incorporarse de la cama. Quiere salir corriendo para reunirse con ella. Sabe que ninguna madre abandona a su hijo incluso en las peores circunstancias, pero ahora es ella quien lo necesita y él está dispuesto a encontrarla aunque sabe que tan sólo es un niño, una frágil y pequeña hoja desprendida del árbol. Recorrerá la ciudad hasta llegar a ella, no tiene miedo de las bombas, de los tanques, ni de las balas, todo desaparecerá cuando la encuentre… En algún rincón, en alguna esquina de la ciudad, resguardada de la guerra y con la imagen de su hijo en el pensamiento, su madre lo estará esperando con los brazos abiertos. Quizá esté malherida, por eso no ha venido a cuidarle, pero ahí está él y nada ni nadie lo detendrán en su búsqueda.
El médico contempla al niño desde la impotencia. Su inocencia le desgarra el alma como el surco de un petrolero en el mar. Repasa su colección de consuelos como buen médico que es, pero no le convence ninguno. Rashid intenta levantarse de la cama, sólo quiere reunirse con su madre. Conoce bien la ciudad, recorrerá las calles y la encontrará, seguro que la encontrará.
El médico no puede llorar, hace tiempo que sus ojos se secaron por el cansancio y la indignación, pero su cara se ensombrece ante la imagen que presencia: Rahid sueña despierto con un encuentro irreal. Aunque su madre estuviera viva, algo imposible ya que él mismo firmó el certificado de defunción, su deseo de correr hacia ella y abrazarla no podría cumplirse nunca. Todavía no se ha dado cuenta de que la bomba que destrozó el mercado y masacró los cuerpos de sus padres y hermanos le arrancó a él las piernas y los brazos de cuajo.

Marta Borcha.

 

ET Index: 469NMV02

ISBN: 978-84-7960-378-X

Formato: 14 x 20 cm.

127 pp. – Enc. Cartoné.

PVP: 12,00 € 

Con un lenguaje sensorial y cromático, Las orillas del tiempo reúne 28 relatos de situaciones límite con desenlaces tan insospechados como sorprendentes. Sus personajes, seres de carne y sueño, se muestran desnudos ante la adversidad. Un ángel tuerto, un corresponsal de guerra, el hambre, los leales infieles, un narrador acróbata, un ateo o una colilla indignada transitan por estas páginas.

Esta travesía al centro de los instintos humanos transmite, con una mezcla de humor y crueldad, el personal latido del mundo de Marta Borcha, que con este su primer libro inaugura la sección de narrativa de nuestra colección Nova, creada para divulgar la voz de los autores noveles.

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872. Gran Bar Distopía: La realidad alcanza la ficción

El pasado lunes 28 de abril vivimos un apagón sin precedentes en la historia reciente de España. Durante horas, nos quedamos sin electricidad, sin luz, sin comunicaciones. Las ciudades quedaron paralizadas: los semáforos dejaron de funcionar, cientos de personas quedaron atrapadas en ascensores, y miles de llamadas urgentes colapsaron los servicios de emergencia ante la imposibilidad de asistir a quienes dependen de la electricidad para vivir.

Lo que para muchos fue un episodio insólito, Manuel García Rubio ya lo había imaginado en su novela Gran Bar Distopía. Como si tuviera una brújula afinada hacia lo que no queremos ver, en el capítulo 1 nos habla del mundo de la supervivencia y la importancia de estar preparados -literalmente- con dos mochilas. Y en el capítulo 28, en una inquietante reflexión sobre el silencio de Dios, retorna el pasaje del Apocalipsis de Juan, donde el silencio lo dice todo.

El propio autor escribía: «El Gran Bar Distopía clavé, por el momento, el capítulo 1, sobre las dos mochilas, y el 28, sobre el silencio de Dios, anunciado en el Apocalipsis de Juan. Ojalá la realidad me quite la razón en todo lo demás»  

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